Publicado en 1963 en la revista Comertario por Rafael Pineda Yáñez
Seguramente la prevención con que se ha juzgado en ciertos pueblos de Europa al judío apartó de él la mirada de los entendidos e investigadores y muchas facetas de su activa personalidad quedaron oscurecidas o cegadas para la curiosidad del estudioso. Por mi parte me inclino a creer que su sed de aventura marina, su amor por el mar abierto, ha sido tan espontáneo y vocacional como el de sus hermanos de estirpe, los fenicios, de los cuales no lo separaba más que una delgada lonja de tierra que, en realidad, era una misma patria. Toda la gloria náutica de la antigüedad recae sobre Tiro y Sidón olvidándose que unos kilómetros más allá de la costa mediterránea los hebreos mantenían con fervor esa tradición tan notoriamente atribuida a tirios y sidonios y de la cual, en las escrituras bíblicas se traduce por la celeridad de las flotas salomónicas que iban a Ofir, a Sofala y Tarsis, en la península ibérica. Empero, para esclarecer esa consagración del judío a la náutica, baste señalar que en el alma de aquel pueblo existe un impulso subyacente que lo empuja hacia el mar. No en vano los dos pequeños lagos que decoran el paisaje palestino llevan los nombres de Mar Muerto y Mar de Galilea y que el primero se halla situado a más de 400 metros bajo el nivel del Mediterráneo y sus aguas son más salobres que las de éste.
LA enigmática figura del Almirante por antonomasia, ha atraído la atención de numerosos escritores, historiadores y novelistas, que en las distintas formas de la creación han querido aportar luz sobre aspectos más intuidos que verificados, en la vida del descubridor del Nuevo Mundo.
Pocos autores tienen la erudición y los antecedentes de Pineda Yáñez —colaborador del matutino bonaerense «La Nación»—, que en numerosos artículos, libros y conferencias, ha aportado nuevos enfoques sobre tan debatido tema como es todo lo que atañe a la vida singular y novelesca de Cristóbal Colón.
Las conclusiones a que arriba Pineda Yáñez, luego de arduos estudios, sólo son posibles cuando como lo hace el autor, los prejuicios son abandonados en el rincón de los trastos inútiles. Claro está que la discrepancia es posible pero la argumentación de Pineda Yáñez es fruto de exhaustivos estudios y, por ser él mismo ajeno a la grey mosaica, insospechables de parcialidad, lo que los hace, a nuestro juiício, doblemente valiosos.
A todos esos incrédulos, a todos esos sistemáticos negadores del judaísmo de Colón me dirijo en este instante para señalarles, ante todo, un camino y, después de todo, las constancias que conducen a la definición de esa incógnita ejemplar que ha sido la ocultación maliciosa del hebreo Colón y su transformación en el Colombo genovés. Aprovecho al mismo tiempo esta circunstancia para destacar un fenómeno que se repite, sostenida e invariablemente, en lodos los investigadores actuales, aún en aquellos que aceptan su judaísmo y su cuna gallega: la convicción de que el propio Almirante ha sido el voluntario autor de todos sus enigmas, guiándose, acaso, por las palabras de su hijo Femando cuando dice: «Esta consideración —la del cambio de nombre de Colombo por el de Colón— me mueve a creer que así como la mayor parte de sus cosas fueron obradas por algún misterio, así en la que toca a la variedad de semejante nombre y sobrenombre, no deja de haber algún misterio”.
Así, con esos ingredientes y semejante levadura, estaba integrado Cristóbal Colón, raíz, carne y alma de aquella estirpe. Sin embargo, es posible registrar una incorregible resistencia en historiadores de todos los tiempos, y aún coetáneos, que se niegan a admitir su nacionalidad judaica. Ciertamente, es difícil probar de una manera documental esta afirmación —para mi ya indiscutible— particularmente para quienes sólo acatan, y al pie de la letra, sin el menor análisis crítico, la falsa y enrevesada tesis del Colombo genovés. Para éstos basta el “ginovés” como justificación de todas las tropelías que se han cometido a los efectos de enderezar y amañar uno de los más escandalosos fraudes de la historia: la leyenda lacrimosa del Cristóforo Colombo, lanero tejedor y tabernero que descubre un mundo y muere olvidado en su miseria.
El caso es que ese “misterio» que su hijo descubre para disimular cuanto se manipuló en el sentido que hoy palpamos quienes buscamos la verdad en torno de este proceso, tal vez no se deba a su mano, a la de Femando, sino a quienes modificaron y recompusieron sus originales intercalando en ellos lo que les pareció indispensable para soslayar la realidad. Porque lo cierto es que esos originales fueron destruidos y sustituidos por otros falsos que basta ahora hacen fe, como el apócrifo mayorazgo del 22 de febrero de 1498, documento que, autoridad tan respetable como la de Samuel Eliot Morison, estima como auténtico e insospechable. Bien es -verdad que Morison juzga igualmente como insoportable la idea de un Colón judío.
Pero para demostrarle al historiador norteamericano y a otros que como él opinan, entre ellos infinidad de españoles tan eminentes como don Ramón Pidal y don Claudio Sánchez-Albornoz, que Colón era judío y que no fue él quien ocultó ese rasgo de su personalidad, sino que lo mantuvo en lo posible bien alto en sus apreciaciones y escritos fundamentales, me bastará decir que todos esos documentos esclarece- dores han desaparecido de la manera más misteriosa. Desde el Diario de Navegación del primer viaje —glosado y acomodado al propósito que se perseguía por fray Bartolomé de las Casas, hasta infinidad de papeles que sabemos salieron de su mano, pero que no llegaron jamás a las nuestras, como cartas a los Reyes, su mayorazgo de abril de 1502 —el auténtico— extendido por lo menos en seis copias, ninguna de las cuales se ha encontrado, en el cual tuvo que declarar sus orígenes y parentesco; sus memorias y hasta el original de la “Vida del Almirante, escrito por su hijo, que sólo conocemos a través de una versión italiana en la que se advierten infinidad de agregados dubitativos, increíbles en quien fue el historiador de la familia y un espíritu curioso e indagador como el de Femando Colón.
Mas si algo de esto no fuera suficiente para probar mi punto de vista, me limito a esta observación: si el Almirante hubiera sido realmente el autor de tanto misterio, a su muerte no pocos de sus secretos habrían sido revelados. Allí quedaban sus hermanos Bartolomé y Diego, que conocían toda la trayectoria familiar; allí estaban sus hijos Diego y Fernando, herederos de su nombre, que podían ignorar no pocos detalles de sus antepasados, pero no sus orígenes hasta el mutismo total; allí estaban los Arana de Córdoba, con su amante Beatriz, madre de Fernando y sus contertulios de la rebotica de Esbarraya, que conocían sus antecedentes porque eran los mismos de aquella grey que se reunía al caer la tarde cordobesa; allí estaban los frailucos de la Rábida y fray Gaspar Gorricio, que algo sabían también • de esas ocultaciones y los historiadores que lo trataron como Andrés Bemaldez, Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo y fray Bartolomé de las Casas, a cuyas manos fueron a parar los papeles familiares de los Colón. Y no olvidemos en esta enunciación a sus enemigos, como los Pinzón y el mismo Miguel Muliart, su concuñado, así como sus parientes de Portugal que estuvieron en contacto con él.
¿Y qué ocurrió frente a estos posibles testimonios e informantes, indiscretos o reservados? El silencio más absoluto. Ni hermanos, ni hijos, ni nietos, ni amigos, ni historiadores, ni enemigos, dejaron una sola palabra de este extraordinario personaje, de eso que después se llamó “asombro de la humanidad”. Todos callaron y no por propia voluntad sino porque los obligaron. Por toda España y aún por el extranjero donde el poder de los Reyes alcanzaba, pasó una inexorable y celosa máquina inquisitiva que destruyó todo aquello que perjudicaba la leyenda maravillosa y la glorificación del Almirante, es decir, esa que conocemos a través de los siglos. La verdad fue aplastada y retirada de la circulación. Nadie pudo hablar ni dar un detalle, ni la mínima referencia sobre Colón y su familia. Ni el más oscuro testigo se permitió filtrar, siquiera, un indicio cierto de aquella personalidad.
Por esa razón fray Bartolomé de las Casas, que tuvo en su poder toda la documentación esclarecedora de los Colón y que sabía precisa e inocultablemente dónde había nacido y quiénes eran sus padres y antecesores, cuando habla de su cuna no se atreve a dar el dato concreto y terminante y recurre a un expediente tan desconcertante como éste: “Una historia portuguesa —señala— que escribió un Juan de Barros, portugués, no dice sino que todos afirman que este Cristóbal Colón era genovés de nacionalidad”. Y Juan de Barros se atenía, naturalmente, a lo que aseveraban los autores españoles, pues él carecía de las pruebas que poseía las Casas, vivía en otro país y escribía décadas después del fallecimiento de Colón.
Y algo más terminante en este proceso de ocultación: cuando Celso García de la Riega descubre los documentos de Pontevedra que testimoniaban la cuna gallega de los Colón —acontecimiento que conmovió las fibras más íntimas de la hispanidad, del americanismo y de la italianidad— se produce en España un revuelo inquietante. La Academia Real de la Historia se sobresalta. Todo el mundo creía por esas fechas que el “asunto Colón” estaba totalmente dilucidado y que aquel judío era «ginovés” y no podía ser otra cosa. Tal había sido la sistemática destrucción documental y el silenciamiento de cuanto pudiera revelar algo en contrario. A más de veinte años de distancia del descubrimiento de García de la Riega, Pontevedra invitó a la Academia de la Historia para que enviara una delegación e investigara las realidades que la ciudad galaica ofrecía como probanza de la cuna de Colón. La ilustre corporación, por intermedio de Angel Altolaguirre, presidente de la delegación que se proponía estudiar todo aquello, dejó correr el tiempo; después alegó la imposible concurrencia en virtud de una famosa huelga ferroviaria que paralizó a España en 1918; finalmente invocó las vacaciones de sus miembros y al cabo de todo esto la Academia se negó a verificar aquellos testimonios que probaban la cuna pontevedresa del Almirante y sus antepasados. Seguidamente, Altolaguirre produjo un informe sosteniendo que los documentos de Pontevedra eran falsos y que la única v verdadera patria de Colón era Génova. Es decir, que no cabía innovar en aquel problema porque ya hacía muchos siglos que estaba resuelto.
Sin embargo, el escozor que produjo el hallazgo de los papeles por García de la Riega, determinó una medida drástica. ¿Cómo habían podido conservarse en cuatro siglos de tenaz búsqueda y destrucción aquellos comprobantes y nada menos que en Pontevedra, escudriñada hasta lo indecible? Era, en efecto, un milagro de la supervivencia. Esos documentos se encontraron en un depósito, al parecer olvidado O’ desconocido de la escribanía Vázquez, de la ciudad gallega. ¿Pero, habría algo más? De todas maneras, para evitar probables sorpresas, un día las llamas consumieron el archivo documental de la escribanía Vázquez. Naturalmente, ese incendio se consideró puramente casual. Pero así terminó la posibilidad de nuevos hallazgos decisivos con respecto a la cuna única y verdadera de quien figura en la historia de aquella ciudad y en sus tradiciones como’ «descubridor de las Indias”. Y de esa manera gordiana Pontevedra concluyó aquella empresa esclarecedora que iniciara García de la Riega.
Afortunadamente quedaron las raíces y éstas siguen elevando sus ramas en busca de la luz. Todavía hay otros detalles elocuentes de esa ocultación: cuando ciertas, personalidades españolas pretendieron proponer que las Indias Occidentales “Inventadas y descubiertas” por Colón, llevaran su nombre y no el de Américo, inmediatamente acallaron sus voces, pues un judío no podía ser objeto de tamaño homenaje des-
Después de la expulsión de sus hermanos de a Península. Para España seguía siendo ese mundo nuevo las Indias Occidentales, aunque después de 1949, o sea del descubrimiento de Vasco da Gama, esas Indias eran una falsedad más en la historia de Cristóbal Colón. Empero, el nombre de Américo, aunque injusto —recuérdese que no existe en este continente una sola estatua levantada en su honor— era tolerado por la metrópoli con tal de que llevaran estas tierras el de Colón. Y semejante resistencia al nombre del judío Colón, sólo se advierte cuando, independizadas las colonias españolas, una fracción del viejo Imperio llevó inmediatamente el nombre de Colombia. O sea cuando las autoridades españolas ya no podían impedirlo. Hasta entonces había sido imposible.
Digamos para terminar con este aspecto que García de la Riega fue uno de los primeros que señalaron el origen judío de Colón al reconocer un documento en el cual aparecían los nombres de los judíos Benjamín y Susana Fontanarosa, esta última presunta madre del navegante, de la cual, así como de su padre, Domingo Colón, jamás se habló en España, sino a través de los documentos genoveses.
M ese al cuidado que se puso en el desbrozamiento de todo aquello que pudiera interpretarse como elementos indiciarios del judaísmo de Colón, el libro de su hijo Femando deja en descubierto no pocos signos de la frecuencia con que el Almirante acudía a las fuentes bíblicas —memoria de su grey— para autorizar y fundar sus reflexiones. Así, el domingo 23 de septiembre de 1492, mientras la escuadrilla navegaba hacia Poniente en busca de las tierras que descubriera antes que él Alonso Sánchez de Huelva y en las cuales debía dejar como pobladores a 39 hombres de su estirpe que se negaban a convertirse y que abandonaron a España el último día de plazo de la expulsión, es decir el 2 de agosto de 1942 a las 12 de la noche, ese día, repito, aquellos 39 judíos, que a medida que se prolongaba el viaje protestaban de la lejanía a donde los iban a depositar, Colón apunta en su Diario de Navegación: “Los revoltosos no tuvieron que responder cuando vieron la mar tan alterada. Por lo cual —transcribe su hijo — dice aquí Cristóbal Colón que hacía Dios con él y con ellos como Moisés y los judíos cuando los sacó de Egipto”.
Y en su memoria del tercer viaje, dirigida a los Reyes Católicos explica cómo nadie creía en sus proyectos salvo dos frailes que siempre fueron constantes: fray Diego de Deza y Antonio de Marchena — todos de origen judaico— y agrega: ‘Yo bien que llevase fatiga, estaba seguro… porque es verdad que todo pasará y no la palabra de Dios y se cumplirá todo lo que dijo, el cual tan claro habló de estas tierras por la boca de Isaías en tantos lugares de su escritura, afirmando que de España les sería divulgado su santo nombre”.
Asimismo cuando describe la costa de lo que sería Venezuela, el Almirante habla de los ríos que salían de la tierra firme y del mar, «el cual todo era de agua dulce y por autoridad de Esdras que dice en el capítulo 3 del cuarto libro (de la Biblia) cien de siete partes de la esfera está una sola cubierta de agua”.
Pero en ningún momento de esta vergonzante confesión del judaísmo de su padre es tan categórico su hijo Femando, como cuando reproduce un párrafo de la carta que Colón escribe a doña Juana de la Torre, ama del príncipe don Juan, v que no deja ninguna duda, ni aún en el ánimo de aquellos historiadores que, empecinadamente siguen negando tan visibles y terminantes pruebas. Aquí afirma Cristóbal Colón: «No soy el primer Almirante de mi familia. Pónganme el nombre que quisieren, que al fin David, rev muy sabio, guardó ovejas y después fue hecho rev de Jerusalén; y yo soy siervo de Aquel mismo Señor que puso a David en este estado”. Es decir, Jehová.
Y para mayor confirmación y certificación de que ese Dios a quien invocaba y cuyas voces percibía era ese v ningún otro, el mismo Colón se encarga de probárnoslo elocuentemente en su famosa carta dirigida a los Reves y escrita en la isla de Jamaica el 7 de julio de 1503. Se bailaba, cuando esto ocurre, en tierras de la hoy América Central donde había fundado un puerto que llamó, precisamente, Belén y estaba sufriendo los más horrorosos contrastes. En esta ocasión, escribe el Almirante y Virrey: «Cuando me adormecí gimiendo, una voz muy piadosa oí diciendo: “¡Oh estulto y tardo en creer y servir a tu Dios, Dios de todos! ¿Qué hizo él más por Moisés
o por David su siervo? Desde que naciste, siempre él tuvo de ti muy grande cargo; cuando te vido de esas, de que él fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias, que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas… ¿Qué hizo el más alto pueblo de Israel cuando lo sacó de Egipto, ni por David, que de pastor hizo Rey de Judea? Tómate a él —es decir, vuelve a Jehová— y conoce tu yerro, o sea: renuncia a esa presunta conversión en que caíste y falsea tus convicciones y las de tus antecesores judíos. “Su misericordia es infinita: tu vejez no impedirá toda cosa grande; muchas heredades tiene él, grandísimas. Abraham pasaba de cien años cuando engendró a Isaac. Ni Sara era moza. Tu llamas por socorro incierto. Responde: ¿quién te ha afligido tanto y tantas veces? ¿Dios o el mundo?… Dicho tengo, lo que tu Creador ha hecho por ti y hace con todos. Ahora me muestra el galardón de estos afanes y peligros que has pasado sirviendo a otros”.
Y estos «otros” a quien servía Cristóbal Colón no eran sino los cristianos, mediante ese antifaz que se colocaban los conversos y que modificaba el rostro, pero no lo que se mantenía vivo en el pensamiento. Por eso aquella voz de Jehová que escuchaba en sueños era algo así como el eco de su arrepentimiento por haber servido a falsos poderes enemigos de su pueblo y una invitación espiritual para retomar —como lo apremiaban de lo alto— al seno de Jehová que jamás debió haber abandonado para favorecer a demoledores de su religión. Esta carta la escribió Colón al término de su cuarto viaje, es decir, en los postreros años de su vida. En la reseña que dejamos transcripta, no sólo está reflejada toda su amargura y arrepentimiento por haber beneficiado a los perseguidores sempiternos de su estirpe, sino su inocultable decisión de volver al Dios que favoreció a Moisés y encumbró a David. Y esto es tan definitivo que asombra cómo hasta ahora no se le prestó más atención y crítica. El judío convertido, alentado por títulos, poderes y riquezas delirantes, vuelve a la creencia del Dios de Israel. Nunca como en este período de angustia el judío subyacente aparece tan claro y revelador.
Y esta declaración no admite contradicciones.
De todas maneras, si Cristóbal Colón no hubiera sido judío, nadie podría explicar satisfactoriamente por qué aquel santo varón que fue propuesto para los altares y adoración de la cristiandad, después de la expulsión de los hebreos de España, se complacía en bautizar las costas que iba descubriendo con nombres específica e inconfundiblemente judíos. Tales son: Abraham, dado a una ensenada de la Isabela, en las Lucayas; Isaac, a una punta de la isla Santa María la Antigua, de las Pequeñas Antillas; Salomón, a un cabo de la isla Guadalupe, del mismo conjunto; David, a una caleta de Jamaica; San David, a una ensenada de la Dominica y a una punta y ensenada de la isla Granada.
Y Sinaí a un monte de esa misma isla. Decididamente nada de esto tenía que ver con ese presunto y devotísimo catolicismo que gratuitamente se le atribuye.
Por lo demás si, efectivamente, era tan cristiano como afirma la mavoría de sus historiadores y si como sostienen los primeros cronistas de las Indias v sus continuadores con una clara unanimidad matemática e irreversible, los posadores iniciales del Nuevo Mundo eran “cristianos” y no otra cosa, resulta imposible comprender por qué aquélla expedición primera, íntegramente “cristiana”, no llevaba un solo sacerdote a bordo para encaminar las almas de sus devotos componentes al cielo o, simplemente, para bendecir la toma de posesión, en nombre de Dios, de aquellas tierras que se iban a descubrir. Ese inquietante pormenor no ha sido esclarecido aún en los cuatro siglos que dura tan tremenda incertidumbre.
Concretemos, pues, las vagas pero sugestivas conclusiones que la historia, tímida y desgranadamente, nos presenta:
1º) Cuando Cristóbal Colón llega a nado a la costa del cabo San Vicente, en Portugal, se acoge al único lugar que podía recibir a un marinero náufrago: la Escuela de Pilotaje de Lagos, aislado centro poblado a varias leguas a la redonda, fundado por el Infante don Enrique, gloria del desenvolvimiento marítimo lusitano. Esa escuela estaba regentada por judíos desde que, allá por 1430, Jehuda Cresques o Jaime de Ribes, el famoso judío mallorquín, imprimió directivas a ese emporio de conducción oceánica, conocido con el nombre de Academia de Sagres. Allí fue donde Cristóbal Colón aprendió cuanto supo y exhibió. Justamente porque era un instituto regido por judíos, ni su hijo Fernando, ni Las Casas, ni los historiadores que los siguen, dijeron una sola palabra de su existencia, en ese lugar.
Y la sabiduría de Colón o fue fruto de la Universidad de Pavia, a la cual nunca concurrió, o del genio autodidacto, cuando no de la inspiración divina. Para mí, lo bebió en la Escuela de Pilotaje y esa era judía.
2º) La leyenda afirma que Colón, desde el cabo San Vicente, fue directamente a Lisboa, donde existían muchos individuos “de su nación”. Y esta “nación” se supone, naturalmente, era la genovesa, aun cuando aparecen entre esas relaciones de primer grado varios conocidos descendientes de Abraham, especialmente Di Ni- gro y aquel “judío que estaba en la puerta de la judería de Lisboa” y al que dejó en su testamento una suma de media corona por deuda contraída tres décadas atrás.
3º) Sin alternativas, o sea poco tiempo después de radicarse en Lisboa aquel náufrago sin recursos y sin otros antecedentes que sus amistades y las referencias del «cardador, tejedor y tabernero ligur» se enamora de Felipa Moniz, descendiente de las casas reales de los Lusignan de Chipre y de los Braganza de Portugal, y la desposa. Y el hecho es tan absurdo que hasta ahora nadie lo supo explicar. Bien es verdad que su hijo Femando y el padre Las Casas, sus directos intérpretes, hablan de un cierto Perestrello cuyo nombre de pila es reemplazado por otro, como si lo hubieran olvidado y muestran con no poco misterio, para destacar únicamente el apellido Moniz que era, en efecto, el eminente. Y voy a decir por qué: ese Bartolomé Perestrello y su antepasado Felipe Perestrello, al caer en manos de Henri Vig- naud, el distinguido investigador norteamericano, fue objeto de una minuciosa investigación en los archivos portugueses e italianos. De esa compulsa interesantísima, que voy a dilatar aquí, se desprenden estas conclusiones que Vignaud desperdició lamentablemente: Felipe Perestrello, al parecer, no era un noble italiano, como se lo presenta, sino un judío portugués que huyó a Italia perseguido por algún motivo grave y cuando se olvidó su delito pudo regresar a Portugal. Pero entonces ya no era el Peres Trelles o el Pedro Estelo conocido en Lisboa, sino ese apellido refundido por el habla popular italiano —que no existe en Italia— y que conocemos por Perestrello. Esas conjeturas serían vanas especulaciones si no estuvieran abonadas por un hecho concreto: Felipe Perestrello tuvo que probar, en 1396, la pureza de su sangre y esta circunstancia revela, sin necesidad de mayúsculas demostraciones, que sus orígenes no eran muy claros. Esto explica fehacientemente por qué Femando Colón y fray Bartolomé de las Casas equivocan los nombres de los Perestrello y pasan sobre ascuas ante este apellido para detenerse únicamente en el de Moniz.
4º) Ni Fernando ni Las Casas opinan seriamente acerca de los motivos que determinan la huida de Colón de Portugal. La atribuyen al propósito de Juan II de despojar al navegante de sus primicias, cuando es evidente, por la carta de Juan II, del 20 de marzo de 1488, que esa determinación de escapar de Lisboa se debió a cuentas pendientes de Colón con la justicia lusitana, «así civiles como criminales”, tal como revela esa preciosa misiva. ¿Eran cuentas impagas? ¿Era algún desahogo criminoso? ¿Eran despojos a una parentela que jamás reconoció su autoridad ni aun cuando fue Almirante y Virrey de Castilla? Nunca lo sabremos. Pero sí nos consta que Colón huyó de Lisboa con su hijo, no porque éste descendiera de la realeza de los Lusignan, de los Braganza y de los Moniz, sino porque los judíos Perestrello gravitaban poderosamente en su parentesco y descendencia.
5º) Cuando Colón huye de Lisboa y acude a Huelva con su hijo Diego, en aquella villa de pescadores del sur de España se había refugiado, no sabemos por qué, el matrimonio formado por Miguel Muliart y Violante Perestrello, hermana de Felipa Moniz, la esposa de Colón. Esta radicación es por demás sugestiva si nos atenemos a la vida de sociedad, a la importancia que estos Moniz-Perestrello asumían en los altos círculos lusitanos. No olvidemos que eran primos hermanos de los cinco hijos, reconocidos, del arzobispo de Lisboa, don Pedro de Noronha, amante de dos hermanas de los Perestrello.
Pero el hecho más incomprensible es éste: por qué ese matrimonio Muliart-Pe- restrello, tan bien ubicado en la alta sociedad liboneta y en los accesos reales, abandonan un día esas ventajas y en lugar de establecerse en cualquier zona de Portugal o en sus colonias se instala oscura y anónimamente en aquella villa de pescadores que era Huelva. Ninguna luz alumbra estas tinieblas, Muliart y Violante han renunciado a la soberanía portuguesa y se acogen a la soledad de aquel olvidado puerto andaluz, al parecer, para que nadie los molestase. No quiero extraer conclusiones de este episodio de por sí jugoso. Quienes renuncian al boato y a la fácil convivencia y se sepultan en la estrechez y el olvido, no es voluntariamente, sino forzados por algún imperativo. Muliart y Violante fugaron de Portugal como lo hizo posteriormente Colón con su hijo Diego. Pero cuando Colón recurre a sus parientes de Huelva para que le ayuden y para dejar allí a su hijo, sobrino de Violante, halló las puertas cerradas y tuvo que refugiarse en el convento de La Rábida. Sospecho que Muliart era igualmente judío y esta presunción está avalada por un comportamiento estrechamente vinculado con la actitud de los revoltosos de Roldán en la Española y a los cuales se sumó Muliart en contra de Colón.
6º) Otro detalle revelador: el Almirante, ni aún en el período de máximo esplendor —el año 1498— en el cual impartía sugestiones para ser puestas en ejecución por el sumo Pontífice, pudo jamás obtener una canonjía o siquiera el mínimo cargo eclesiástico para su hermano Diego, “hombre de Iglesia” —como lo llamaba Colón— y del cual no se sabe que perteneciese a alguna orden religiosa o que hubiera estudiado las necesarias disciplinas para ejercer un ministerio de esa naturaleza. Ni en España, ni en las Indias, Diego Colón asumió nunca una función religiosa, prueba evidente de que su origen racial era incompatible con aquellos cargos eclesiásticos, por lo menos en aquellos momentos o tal vez demasiado conocido racialmente como para ostentar un cargo semejante.
7º) Los primeros historiadores de las Indias también nos dan asidero, pero con mucha cautela, como para no dudar de los orígenes raciales de los Colón. Pedro Mártir de Anglería nos transmite esta información que, seguramente, obtuvo de muy buena fuente: “Dicen que el nuevo gobernador (Bobadilla) ha enviado a los suyos cartas escritas por el Almirante en caracteres desconocidos, en las que avisa a su hermano, el Adelantado —que estaba ausente— que venga con fuerzas armadas a defenderlo contra todo ataque, por si el gobernador intentase venir contra él con violencia”. Esos «caracteres desconocidos”, para un hombre tan bien informado por su proximidad a los soberanos, como Anglería —recuérdese que había sido instructor del príncipe heredero y conocedor de los idiomas corrientes— no se refería, claro está a ningún dialecto italiano, al ligur, por ejemplo, sino a caracteres judaicos o cabalísticos que Mártir no se atrevió a precisar o no le dejaron hacerlo.
A su vez fray Bartolomé de las Casas se adelanta a la sospecha de sus lectores en lo concerniente a las actividades astrológicas frecuentadas por Colón. Y esa observación es tan insólita en él que nos está revelando, precisamente, lo contrario de cuanto pretende explicar. Cita fray Bartolomé la carta del Almirante dirigida a los Reyes que comienza así: «De muy pequeña edad entré en la mar” y cuando llega a la frase: «en la marinería se me hizo abundoso, de astrología me dio lo que abastaba”, el clérigo sevillano se cree obligado a escribir esta nota marginal a su manuscrito de la “Historia”, para aclarar: “Dice abastaba porque tratando con hombres doctos en astrología alcanzó de ellos lo que había de menester pa,ra perfeccionar lo que sabía de la marinería, no por que estudiara astrólogía, y ya antes se hallaba vinculado, según dice él en el itinerario de su tercer viaje, cuando descubrió a Paria y la Tierra-Firme”. Este llamado al margen y por tal circunstancia relativo a la astrología, ciencia cultivada por los judíos, muy especialmente en la Edad Media, posee un sentido intencionalmente inclinado a la justificación por ese término sospechoso que emplea.
El mismo Las Casas, cuando habla de la religión que se descubría en Colón, no lo afirma categóricamente, como era de esperar de quien en todo el transcurso de su obra no hace más que exaltar su devoción. Y así se expresa al respecto: “En las cosas de la religión cristiana, sin duda era católico”. ¿Tan difícil era comprobarlo que necesitaba apoyarlo con el “sin duda”.
Por su parte fray Juan Trasierra, uno de los franciscanos que vinieron al Nuevo Mundo, escribió al cardenal Cisneros a poco de haber sido depuesto el Almirante y remitido encadenado a España, estas frases inocultables de su aversión a los hermanos Colón: “Por amor de Dios que pues Vuestra Reverencia ha sido ocasión que salyese esta tierra del poderío del Rey Faraón —alusión clarísima a Cristóbal Colón, judío— que haga que él, ni ninguno de su nación —la nación judía— venga en estas islas”. Tras esta solicitud se toma visible que el futuro cardenal Cisneros era, junto con Rodríguez de Fonseca, uno de los más esforzados en anular el influjo judaico en el Nuevo Mundo y que trataba por todos los medios a su alcance de cancelar los poderes gubernativos acordados a Colón. Las mismas expresiones del Padre Trasierra demuestran que ese remoquete de “Rey Faraón” y “los de su nación” era justamente el equivalente de “judíos”, palabra que los religiosos eludían con eufemismos del tipo de “faraones” o “ginoveses”, como veremos más adelante.
8º) Llama la atención a quien no está atado y comprometido por un arraigado prejuicio este hecho singular: las amistades más firmes y consecuentes de Colón en España —como en Portugal—1 están regidas por el signo hebraico. Deberíamos suponer, tal como nos lo muestran los testimonios de su devoción católica, que sólo los cristianos viejos escucharon y apoyaron sus pretensiones. Y esto no ocurrió, si exceptuamos al duque de Medinaceli. Veamos, pues, quiénes lo socorrieron y encaminaron al llegar huido de Portugal: En primer término fray Antonio de Marchena, honda certera que lo lanza en la circunstancia y asegura su retirada. Fray Antonio distingue de inmediato al judío por sus inocultables rasgos físicos, característicos de un tipo determinado: ojos azules, cabello rojizo, la tez pecosa y arrebatada, la nariz aguileña… y lo reconoció, asimismo, por su afán marinero y descubridor. Marchena era, por entonces, guardián del convento de La Rábida, pero, además un conocido astrólogo o estrellero y de sospechosa raigambre judía. Fray Antonio lo dirige al duque de Medinasidonia que lo rechaza y luego al de Medinaceli que lo hospeda cerca de dos años en su palacio de El Puerto de Santa María. Al cabo de un tiempo ese magnate lo transfiere a los Reyes que lo ponen en manos de Alonso de Quintanilla y éste lo vincula con fray Diego de Deza, descendiente de judíos, obispo de Palencia, preceptor del príncipe heredero, profesor de Salamanca, posteriormente arzobispo de Sevilla y, tras la muerte de Torquema- da, inquisidor general. Este personaje disponía que se pagara a Cristóbal Colomo —que así se llamó Colón en España desde que llegó de Portugal hasta firmarse las capitulaciones de 1492— aquel jornal marinero de un poco más de mil maravedís mensuales. Deza no dejó de proteger a Colón y ese reconocimiento está asentado en dos cartas junto con los nombres de fray Antonio de Marchena y de Juan Cabrero. También se cita en esta asociación de hombres que le ayudaron a fray Juan Pérez, posterior guardián de La Rábida y no por cierto confesor de la Reina, como se ha dicho, pero que jamás fue, sino recolector de gabelas, oficio casi exclusivamente en manos de los judíos. Pero si hubiera alguna duda con respecto al origen judío de fray Juan Pérez, me limitaré a señalar que un sobrino suyo, Rodrigo de Escobedo, fue el tercer jefe de los 39 judíos que quedaron en el Fuerte de Navidad y uno de los que no quisieron convertirse en España. He de citar asimismo, a Hernando de Talavera, ese sí confesor de la Reina y descendiente igualmente de una judía, que pasó a la historia como enemigo de Colón, no por haberse opuesto a sus proyectos, sino porque consideró que la soberana, después de haber firmado un acuerdo con Portugal, no podía autorizar una expedición por los mares reconocidos como controlados por los portugueses. No obstante ello, Talavera protegió y ayudó a Colón, especialmente cuando después del tercer viaje llegó aherrojado. En su palacio del arzobispado de Granada lo mantuvo y atendió durante su eclipse.
9º) Justamente allí, en Granada, el judío Colón escribió su “Libro de las Profecías”, uno de esos documentos claves de su origen hebraico, tan estrechamente ligado a su tradición israelí. Y lo curioso de este libro, donde tal vez algo se revelaba de sus antecesores, es que de él han sido arrancadas numerosas páginas por una mano anónima que seguramente tenía orden de extirpar de él todo lo que no conviniera a su buen nombre cristiano. Pero no faltó quien dijera —y esto está registrado en la historia— que en esas páginas destruidas se hallaba “lo mejor y más interesante” de aquella obra.
10º) Al lado de esas palancas judías figuran algunas otras-de singular relieve y poderío en la corte castellano-aragonesa: los marqueses de Moya, Andrés Cabrera y Beatriz Bobadilla. Andrés, alcaide del alcázar de Segovia, fue uno de los primeros partidarios de Isabel cuando era pretendiente al trono de Castilla. El triunfo y la ascensión de la princesa determinaron el encumbramiento al marquesado de Cabrera y Beatriz y ésta, a su vez comprometió aún más el reconocimiento de la soberana, al recibir una cuchillada de un santón moruno que en el sitio de Málaga intentó matar a la Reina y sólo hirió a Beatriz Bobadilla. Andrés y Beatriz eran de ascendencia judía y firmes sostenedores de Colón. Item más: allí estaba para socorrerlo, Juan Cabrero, camarero de Femando el Católico e igualmente de origen judío. Un documento del Almirante lo señala a Cabrero como factor esencial del descubrimiento de las Indias. Citemos por último a Luis de Santángel y a Gabriel Sánchez y a los cuatro hermanos de éste, altos funcionarios en la corte de Aragón y descendientes de judíos y los que en primer término batallaron para que Colón obtuviera lo que pedía. Léase el capítulo que Las Casas dedica a la entrevista de Santángel con la Reina, para comprender cuánto pesó la palabra del escribano de ración de Fernando V en el ánimo de la soberana y, por encima de todo, el millón y pico de maravedís que entregó de su peculio particular para que el viaje, tan largamente postergado, se realizara con el dinero de un judío. Las historias hablan muy cautelosamente de esta intervención de Santángel para decidir a la Reina y jamás aluden a su estirpe; en cambio enaltecen sin cesar a los eclesiásticos que, como Diego de Deza, Marchena y Pérez no dieron los pasos resolutivos que movilizaron las naves y concluyeron la negociación: es decir, los que determinaron la voluntad de la soberana de Castilla y los recursos necesarios que fueron la obra exclusiva del judío Santángel y no de la inspiración de Isabel y del empeño de sus joyas como aún se enseña y se cree. Por eso las cartas escritas por Colón a Luis de Santángel y a Gabriel Sánchez desde las Azores, antes que las dirigidas a los Reyes desde Lisboa, muestran fehacientemente el agradecimiento del judío Colón a esos dos hermanos de raza, aun cuando tiene buen cuidado de no citarlos en su correspondencia con los monarcas y sí a los mencionados frailes como factores decisivos de victoria.
Ahora bien: si Colón no hubiera sido judío ¿porqué tantos descendientes de Abraham —y tan pocos cristianos— se empeñaron, trabajaron y comprometieron para elevarlo en tal grado como lo eran dignidades tan altas y supremas como el Almirantazgo y el Virreinato, en vísperas de la expulsión de los hebreos de España? Hay que suponer que ningún marrano hubiera ayudado a un enemigo o a un perseguidor de su religión. Por lo tanto los judíos encumbraron a uno de los suyos a los puestos más altos del Estado, para contrarrestar el efecto de aquella prevista y pavorosa Diáspora.
11º) El «negocio” de las Indias, come lo califican los primeros cronistas —fue en efecto, un negocio— cuyos participantes eran judíos. No solamente Navarrete inserta en su Colección documental pruebas del comercio que realizaban emisarios y socios del Almirante, tan activos como Francisco Ribarol y Juan Sánchez, hermano de Gabriel, tesorero de Aragón, castigados por real cédula de 1501 con un embargo de 200.000 maravedís, sino que merced a esa negociación en la que entraban por igual judíos que deseaban abandonar a España para liberarse de la Inquisición, como mercancías para las nuevas tierras halladas, nos enteramos por intermedio de fray Antonio de Aspa, padre Jerónimo, enviado como investigador a la isla Española por el cardenal Cisneros en 1512, quiénes eran esos comerciantes y a qué nacionalidad pertenecían. Aspa los califica de «ginoveses” y afirma que en las manos de estos “ginoveses”, comandados por Cristóbal Colón, se hallaba el transporte y la venta de productos, tanto europeos como indígenas. Pero aún aclara mucho más: sostiene que en el primer viaje de Colón fueron como tripulantes de las tres naves muchos más de los que se contaron y entre ellos “cuarenta ginoveses”. Y ahora sabemos positivamente que esos “40 ginoveses” eran los 39 judíos que embarcaron en Palos el 2 de agosto de 1492, último día de plazo acordado para la expulsión y que finalmente guarnecieron el Fuerte de Navidad, en la isla Española, porque no podían regresar a España, ni querían convertirse. Y estas cosas el padre Aspa las conocía muy bien porque el propio Colón las declaró cuando, en 1497, de regreso de su segundo viaje, pasó una temporada en el convento de los jerónimos de La Mejorada, cerca de Olmedo, en cuya casa profesaba fray Antonio de Aspa. De donde se desprende que por aquellas fechas la palabra “ginovés” se aplicaba a los judíos, fueran o no ligures, con tal de no repetir el vocablo judío, que después de la expulsión de la grey mosaica, sonaba muy mal y traía un enjambre de dolorosos recuerdos y amargos resquemores.
De tal manera Cristóbal Colón figura en la historia y en la leyenda como “ginovés”. Y aun cuando esto parece «un chiste macanudo”, tal cual lo calificó alguien en una revista que por ahí circula y como invento del que habla, el hecho queda lo suficientemente testimoniado como para no dudar de su efectividad. Era Colón, ineludiblemente un “ginovés” que no hablaba ni escribía una sola palabra de su presunto dialecto natal y en cambio se expresaba correctamente en castellano, gallego y portugués. Un “ginovés” que trabucaba todos los nombres y apellidos genoveses e italianos y nunca se acordó de su patria, ni de sus figuras proceres, ni bautizó ningún lugar del Nuevo Mundo, sino con denominaciones hispanas y especialmente gallegas. Un “ginovés” cuyas relaciones más íntimas se contaban entre familias judías y cuya amante, Beatriz Enrique de Arana, que antes se apellidaba Torquemada, madre de su hijo Fernando, era también de esa estirpe. Un “ginovés” que por judío y por la carga de judíos que llevaba en su primer viaje, no necesitó de un sólo sacerdote cristiano que salvara su alma y bendijera las tierras que iba a descubrir. Un «ginovés” que a pesar de todo su catolicismo, de su diaria devoción y de su providencial misión de transportar como San Cristóbal en sus hombros a Cristo, —cuando en verdad lo que transportó fueron judíos—, dos veces fue rechazado por la Iglesia para escalar los altares y adorarlo como santo.
12) Y, finalmente, si no fuera judío ¿es concebible que se hubieran acumulado en torno de su nombre, de sus orígenes, de su familia, tantos enigmas y contradicciones? Eso basta para afirmar rotunda y categóricamente que Cristóbal Colón era judío. Para borrar esas huellas fue necesario destruir documentos, ocultar rastros, silenciar conciencias, falsificar papeles. Todo antes que el mundo advirtiera que un judío era Almirante y Virrey de Castilla y que en las Indias ocupaba el lugar del Rey. ¿Cómo podía admitirse semejante monstruosidad? Por eso, y nada más que por eso, Cristóbal Cólón aún sigue siendo “ginovés”.
Muy buen post por parte de Fernando, creo que hay que explorar todas las posibilidades y al final saldrá la verdadera y única
No te hagas ilusiones… el judaísmo de Colón está muy superado.
El artículo tiene su importancia por ser un artículo histórico realizado por un personaje relevante. La historia de la Teoría hay que respetarla desde sus comienzos por su enorme transcendencia. Como es normal, en más de cien años fue evolucionando, sin restar por ello, ni un ápice de valor al compromiso por la teoría, de tantos y tantos Colonianos.