Nada se sabe positivamente de la infancia de Cristóbal Colón, de su familia ni del tiempo o lugar de su nacimiento; porque tal ha sido la confusa habilidad de los comentadores, y tales sus esfuerzos, que ya es imposible desenmarañar la verdad de entre las conjeturas que la rodean. A juzgar por el testimonio de uno de sus contemporáneos e íntimos amigos, debe haber nacido por los años 1435 ó 1436. Muchas ciudades se disputan el honor de haberle dado nacimiento; pero parece probado que fue natural de Génova. Acerca de su familia, también se han agitado cuestiones de la misma especie. Más de una casa noble le ha reclamado como suyo desde que se hizo su nombre tan ilustre, que antes pudiera dar honor que recibirle. Es probable que hayan brotado todos estos ramos de n tronco común, y que las guerras civiles de Italia hayan desgajado muchos de ellos, y arrojado otros por tierra. No aparece, empero, que ni él ni sus contemporáneos tuviesen idea alguna de la nobleza de su linaje, ni es esto de importancia para su fama, que más honra ciertamente su memoria ser objeto de contienda entre muchas casas nobles, que poder designar como la suya la más ilustre de ellas. Su hijo Fernando, que escribió su historia e hizo un viaje para investigar este asunto, tácticamente abandona semejantes pretensiones, declarando más glorioso, en su sentir, que date del Almirante la nobleza de su familia, que averiguar si alguno de sus predecesores han recibido la orden de caballería y mantenido galgos y halcones; por que creo, añade, que menos dignidad recibiría yo de ninguna nobleza de aoblengom que de ser hijo del tal padre. La parentela inmediata de Colón era pobre, pero honrada: su padre había residido mucho tiempo en Génova, ejerciendo el oficio de cardador de lana. Era él el mayor de sus hermanos, Bartolomé y Diego, y de una hermana, de quien nada se sabe, excepto que casó con un hombre oscuro llamado Diego Bavarello. Su propio apellido es Colombo, latinizado por él mismo en sus primeras cartas “Columbus”, y adoptado por otros en los escritos que de él trataban, en conformidad con los usos de aquellos tiempos, que habían hecho de la latina la lengua de la correspondencia general, y aquella en que se escribían todos los nombres de importancia histórica. El descubridor es más conocido sin embargo en la historia española por el nombre de Cristóbal Colón, que fue con el que se presentó en España. Dice su hijo que hizo esta alteración para que se distinguieran sus descendientes de los de los ramos colaterales de la misma familia; con cuyo objeto acudió al que se suponía origen romano de su nombre, Colonus, y le abrevió Colón para adaptarlo a la lengua española. De esta variedad de apellidos se ha adoptado el de colón en la traducción presente, por ser más conocido en España. Fue limitada su educación, aunque quizá tan extensa cuanto le permitían las circunstancias indigentes de sus padres. Ya de muy niño sabía leer y escribir; y tenía tan buena letra, dice Las Casas, poseedor de muchos de sus manuscritos, que podía haber ganado su pan con ella. Después aprendió la aritmética, el dibujo y la pintura; artes, observa el mismo autor, en que también adquirió suficiente destreza par poder pasar con ellas la vida. Fue enviado por algún tiempo a Pavía, la grande escuela lombarda de las ciencias. Allí estudió gramática, y se familiarizó con la lengua latina; pero su educación tuvo por mira primitiva instruirle en las ciencias necesarias para la vida marítima. Estudió la geometría, la geografía, la astronomía, o como se llamaba entonces, la astrología, y la navegación. Desde la edad más tierna había manifestado un ardiente amor por la ciencia geográfica, y una inclinación irresistible por la mar, y seguía con entusiasmo todos los estudios que le eran congeniales. En los últimos tiempos de su vida, cuando reflexionaba acerca de ella en consecuencia de los asombrosos sucesos que por su mediación habían ocurrido, hacía mérito con solemnes y supersticiosas sensaciones de esta precoz determinación de su ánimo, como de un secreto impulso de la Divinidad que le guiaba hacia aquellos estudios y le inspiraba aquellas inclinaciones que le habían de hacer digno de cumplir los altos decretos para que el cielo le había escogido. Al trazar la historia primitiva de un hombre como Colón, cuyas acciones han tenido tan vasto efecto en los asuntos humanos, es interesante indagar lo que se ha debido a la influencia casual de las cosas, y lo que a la innata propensión de su ánimo. El ingenio más original y creador recibe mayor o menor impulso de los tiempos en que vive; y aquella irresistible inclinación que Colón pensaba sobrenatural, suele producirse por la operación de circunstancias externas. Toma el pensamiento a veces una repentina e invariable dirección, ora al visitar de nuevo alguna olvidada región de la sabiduría, y al explorar y volver a abrir sus abandonados senderos; ora al entrar con admiración y delicia por campos de descubrimientos que no hayan hollado los demás hombres. Entonces es cuando recibe un ánimo ardiente e imaginativo el impulso del día, se eleva sobres sus menos esclarecidos contemporáneos, dirige la misma muchedumbre que le puso a él en movimiento, acomete empresas a las que jamás se aventurarían almas más débiles que la suya. Colón nos da una prueba de este aserto. Aquella pasión por la geografía que tan al principio inflamó su pecho y que fue origen de sus acciones posteriores, debe considerarse como incidente a la edad en que vivía. Los descubrimientos geográficos eran la brillante y luminosa senda que debía distinguir para siempre al siglo XV, la más espléndida época en invención que los anales del mundo encierran. En la larga y tenebrosa noche de la falsa erudición y de las preocupaciones monacales, se perdieron para las naciones de Europa la geografía y las demás ciencias. Afortunadamente no quedaron perdidas para los otros hombres, pues vivieron refugiadas en el seno del África. Y mientras el pedante catedrático gastaba en balde en tiempo y el talento en los claustros, confundiendo la verdadera doctrina con sus ociosos ensueños, medían los sabios árabes de Señalar los grados de latitud y la circunferencia de la Tierra, en las vastas llanuras de Mesopotamia. El verdadero saber, tan dichosamente conservado, estaba entonces abriéndose camino para volver a Europa. La restauración de las ciencias acompañó a de las letras. Plinio, Pomponio Mela y Estrabón se cuentas entre los autores que sacó de la oscuridad el reciente pero enérgico amor de la literatura antigua. Estos volvieron a la inteligencia pública cierto fondo de los conocimientos geográficos, que hacía mucho tiempo estaban borrados de ella. Atrajo la curiosidad aquella nueva vereda, por tantos años olvidada, y tan súbitamente abierta. Manuel Chysoleras, docto caballero griego, había ya desde el principio del siglo traducido al latín la obra de Ptolomeo, haciéndola así más fácil para los estudiantes italianos. De otra traducción posterior por Jaime Angel de la Escarpiaria se hallaban en las bibliotecas de Italia correctas y bellas copias. También emprezaron a buscarse con empeño los escritos de Averroes, Alfragano y otros sabios árabes que habían conservado vivo el fuego sagrado de las ciencias durante el largo intervalo de la oscuridad europea. Los conocimientos que de este modo revivían eran necesariamente limitados e imperfectos: pero estaban, como la vuelta de la luz matutina, llenos de interés y de belleza. Parecía que llamaban una nueva creación a la vida, y brillaban en las almas imaginativas con todos los hechizos de la admiración. Se sorprendía el hombre de su propia ignorancia del mundo que le rodeaba; cada paso parecía un descubrimiento; porque eran para él, en cierto modo, tierras incógnitas cuantas no circundaba el horizonte de su país. Tal era el estado de ilustración, y tales los sentimientos que se tenían con respecto a esta ciencia interesante a principios del siglo XV. Los Descubrimientos que empezaron a hacerse después en las costas atlánticas del Africa despertaron por la geografía un interés aún más vivo, que debió de sentir con paritucalridad un pueblo marítimo y comerciante como el genovés. A estas circunstancias puede atribuirse el ardiente entusiasmo que respiró Colón en su infancia por los estudios cosmográficos, y que tanta influencia tuvo en sus aventuras ulteriores. Al considerar su limitada educación , debe observarse cuán poco debió desde el principio de su carrera a la ayuda adventicia, y cuánto a la energía natural de su carácter y a la fecundidad de su entendimiento. El corto período que pasó en Pavía bastó apenas para proporcionarle los rudimentos de las ciencias necesarias; el conocimiento familiar de ellas que desplegó en los años posteriores tuvo que ser resultado de una activa enseñanza propia, y de algunas horas casualmente dedicadas al estudio, en medio de los cuidados y vicisitudes de una vida tan turbulenta como la suya. Fue uno de aquellos hombres de alto y robusto ingenio, que parece que se forman ellos mismos; uno de aquellos que habiendo tendio privaciones y obstáculos que combatir desde los umbrales de la vida, adquieren intrepidez para atacar, ya facilidad para vencer inconvenientes durante toda ella. Tales hombres aprenden a efectuar grandes proyectos con escasos medios, supliendo la falta de éstos los abundantes recurso de su invención y su energía propia. Esta es una de las particularidades que caracterizan la historia de Colón, desde la cuna hasta el sepulcro. En todas sus empresas la ruindad y visible insuficiencia de los medios dan a la ejecución lustre y realce eminentes. JUVENTUD DE COLÓN Por Washington Irving (1783 – 1851). Dejó Colón la universidad de Pavía aún muy joven, y volvió a Génova a la casa de sus padres. Giustianiani, escritor contemporáneo, asegura en sus anales de aquella república, y lo repiten otros historiadores, que permaneció algún tiempo en Génova, siguiendo, como su padre, el oficio de cardador de lana. Su hijo Fernando contradice con indignación tal aserto, pero sin darnos noticia alguna que supla su lugar. La opinión generalmente recibida es que abrazó desde luego la vida náutica, para la que le habían educado, y a la que le llamaba su genio ardiente y emprendedor. El mismo dice que empezó a navegar a los catorce años. En una ciudad marítima tiene la navegación irresistibles atractivos para un joven de fogosa curiosidad y fantasía, que se promete encontrar cuanto hay de bello y envidiable más allá de sus aguas. Génova, además amurallada y estrechada por fragosas montañas, daba corto vado a empresas terrestres, mientras que un opulento y extendido comercio, que visitaba todos los países, y una Marina intrépida, que combatía en todos los mares, llamaban sus hijos a las ondas como a su más propicio elemento. Toglieta habla en su historia de Génova de la inclinación de la juventud a errar en busca de fortuna, con el propósito de volver a fijarse en su país nativo; pero añade que de veinte aventureros apenas volvía dos; porque o morían, o se casaban en otros países, o se quedaban en ellos, temerosos de las tempestades y discordias civiles en que ardía la república. La vida náutica del Mediterráneo se componía en aquellos tiempos de peligrosos viajes y audaces combates y sorpresas. Hasta una expedición mercantil parecía flota de guerra; y frecuentemente tenía el mercader que abrirse batallando el camino de un puerto a otro. La piratería estaba casi legitimada. Los incesantes feudos entre los estados italianos; los cruceros de los corsarios catalanes; las flotillas armadas por ciertos nobles, especie de soberanos de sus señoríos, que mantenían tropas y bajeles a su sueldo; los barcos y escuadras de aventureros particulares, empleados a veces por gobiernos hostiles, y surcando a veces los mares por su cuenta en busca de ilegal presa; y últimamente, la guerra no interrumpida contra las potencias mahometanas, llenaban los estrechos mares, en que la mayor navegación se hacía de escenas sangrientas, cruentos combates y nunca oídos reveses. Tal fue la escabrosa escuela en se crió Colón, y hubiera sido altamente interesante observar el primer desarrollo de su carácter entre tantas y tan severas adversidades. Rodeado, cual debía estarlo, de los trabajos y humillaciones que asedian al pobre aventurero en la vida náutica, parece que conservó siempre elevados pensamientos, y que alimentaba su imaginación con proyectos de gloriosas empresas. Las rigurosas y varias lecciones de su juventud le dieron aquellos conocimientos prácticos, aquellas fecundidad de recursos, aquella indomable resolución, y aquel vigilante imperio sobre sus propias pasiones, que tanto le distinguieron después. Así, un ánimo aspirador y un ingenio vigoroso convierten en saludable alimento los amargos frutos de la experiencia. Pero todo este instructivo periódo de la historia está cubierto de tinieblas. Su hijo Fernando, que mejor que nadie hubiera podido disiparlas, no hablaba de él tampoco, a no ser para aumentar nuestra perplejidad con algunos escasos e incoherentes atisbos; quizá un falso orgullo le impide revelarnos la indigencia y oscuridad de que su padre se emancipó tan gloriosamente. Todavía existen algunas anécdotas vagas y sin conexión entre sí, pero interesante por la idea que dan de sus padecimientos y de las aventuras que debieron sucederle. Su primer viaje se cree que fue en cierta expedición naval, que tenía por objeto el recobro de una corona. Juan de Anjou, duque de Calabria, armó un ejército y escuadra en Génova en 1459, para bajar sobre Nápoles, con la esperanza de ganar y volver aquel reino a su padre el rey Reinier o Renato, por otro nombre René, conde de Provenza. La república d Génova tomó parte en esta expedición, suministrando para ella buques y dinero. También iban muchos aventureros particulares que armaron navíos o galeras, y se pusieron bajo el pabellón de Anjou. Entre estos se dice había un animoso marino llamado Colombo. Vivían por aquellos tiempos dos capitanes de mar de este nombre, un tío y un sobrino de bastante celebridad, que Fernando Colón llamaba sus parientes. Los historiadores hablan de ellos a veces como jefes marinos de Francia; porque estaba Génova entonces bajo la protección, o más bien bajo la soberanía de aquel gobierno, y sus bajeles y capitanes identificados con los franceses, por tomar parte en sus expediciones. Como los nombre de estos dos navegantes ocurren vagamente en la historia en los tiempos oscuros de la de Colón, han causado mucha perplejidad a algunos de sus biógrafos, que creían que por ellos se designaba al descubridor. Navegó con estos comandantes muchas veces y por largo tiempo; y se dice que estuvo con el tío en la expedición de Nápoles. No hay autoridad para afirmar este hecho entre los autores contemporáneos, ninguno de los cuales entra en particularidades acerca de esta parte de su biografía; pero se ha asegurado repetidas veces por escritores posteriores, y las circunstancias externas concurren a dar peso a su aserción. Está probado que tuvo una vez mando aparte, al servicio del mismo rey de Nápoles, que le empleó en la arriesgada acción de apresar una galera en el puerto de Túnez. Él mismo hace por acaso mérito de esta circunstancia en uan de su cartas a los reyes escrita muchos años después. Me sucedió, dice, que el rey Reinel (que ya le llevó Dios) me envió a Túnez para tomar la galeota Fernandina; y habiendo llegado cerca de la isla de San Pedro, en Cerdeña, me dijeron que había dos navíos y una carraca con la referida galeaza; por lo cual se turbó mi gente, y determinó no pasar adelante, sino de volverse atrás, a Marsella, por otro navío y más gente; yo, que con ningún arte podía forzar su voluntad, convine en lo que querían; y mudando la punta de la brújula, hice desplegar las velas, siendo por la tarde; y el día siguiente al salir el sol nos hallamos dentro del cabo de Cartagena, estando todos en la certeza de que íbamos a Marsella. No tenemos m´s recuerdos relativos a esta osada hazaña, por la que ya se hace ver aquel espíritu determinado y perseverador que le aseguró el buen éxito de otras más importantes. El medio de que se valió para aquietar el descontento equipaje, engañándole acerca de la dirección del buque, es análogo a la estratagema de alterar el diario, que puso en práctica en su primer viaje de descubrimientos. La lucha de Juan de Anjou, duque de Calabria, para apoderarse de la corona de Nápoles, duró como cuatro años, y no tuvo al fin resultado. La parte naval de la expedición en que colón se hallaba se distinguió por su intrepidez, y cuando se vio obligado el duque a refugiarse en la isla de Ischia, unas cuantas galeras recorrieron y bloquearon la bahía de Nápoles. Sigue a estos hechos un intervalo de muchos años, en que apenas se encuentran huellas de Colón. Se supone, empero, que los pasaría en el Mediterráneo y por el levante, navegando a veces en expediciones comerciales, y otras, en fin, empeñando en piadosas y predatorias guerras contra los infieles. Por acaso se habla, refiriéndose a él mismo, de su estancia en la isla de Scio, donde aprendió el modo de hacer la almástiga. Ciertos autores posteriores imaginan haber descubierto pruebas de que ejerció un mando importante en la marina de su patria. Chaufepie, en su continuación de Baile, cita el rumor de que Colón era en 1474 capitán de varios buques genoveses, al servicio de Luis XI de Francia, y que atacó y tomó dos galeras españolas, por vía de represalias de la irrupción de los españoles en el Rosellón; asunto sobre el que el rey Fernando dirigió una carta de protesta y vivas quejas al monarca francés. Bossi, en su memoria de Columbus, hace también mención de otra carta encontrada en los archivos de Milán, y escrita en 1476 por dos ilustres caballeros milaneses que volvían de Jerusalén, en la que refieren que en el año anterior, cuando la flota veneciana estaba sobre Chipre para guardar la isla, una escuadra Genovesa, mandada por un tal Columbo, pasó por junto a ellos, gritando: ¿Viva San Giorgio!, grito de guerra de los genoveses, y que se les dejó pasar sin molestarlos, por hallarse en paz las dos repúblicas. El Colombo de que se habla en estas ocurrencias era muy probablemente el antiguo almirante genovés de aquel nombre, quien, según Zurita y otros historiadores, mandaba por aquel tiempo una escuadra, en la cual llevó la rey de Portugal a la casota francesa del Mediterráneo. Pero como Colón servía frecuentemente bajo su pabellón, pudo haber estado con él en estas ocasiones. La última noticia dudosa de Colón, durante este oscuro período, nos la da su hijo Fernando, asignándole una distinguida parte en cierta acción naval de Colombo el menor, sobrino del que se acaba de nombrar, y que era, según Fernando afirma, famoso corsario, y tan terrible en sus hechos contra los infieles, que las madres moriscas solían asombrar a los niños con su nombre. Este audaz marino, habiendo sabido que venían cuatro galeras venecianas, ricamente cargadas de la vuelta de Flandes, las interceptó con su escuadra en la costa portuguesa, entre Lisboa y el cabo San Vicente. Una desesperada batalla siguió a este encuentro. Se abordaron y encadenaron los buques y pelearon las tripulaciones mano a mano y de uno al otro barco. La acción duró desde por la mañana hasta la noche, con inmensa pérdida y carnicería de amos contendientes. El bajel que Colón mandaba se batía con una enorme Galera veneciana, arrojándole granadas de mano y otros proyectiles incendiarios, hasta lograr envolverla en llamas. Y como estaba aferrados los dos navíos con cadenas y garfios de hierro, no pudieron separarse ni evitar el progreso de una conflagración común, que no tardó en devorarlos. Las tripulaciones se echaron al agua, y asiéndose Colón de un remo que casualmente flotaba al lado suyo y a fuerzo de ser expertísimo nadador, pudo llegar a la orilla, aunque distaba dos leguas. Le dio el Altísimo, añade su hijo Fernando, la fuerza que le preservara para mayores cosas. Después de recobrarse algún tanto de su debilidad, pasó a Lisboa, donde encontró muchos paisanos suyos, que le persuadieron a que fijase allí su residencia. Tal es la relación que da Fernando de la primera llegada de su padre a Portugal, y la que han adoptado los historiadores modernos. Aunque no es imposible que Colón se hallase en dicha batalla, debe tenerse presente que no se dio ésta hasta muchos años después del presente período de su vida. Algunos historiadores la ponen en el verano de 1485, estos es, cerca de un año después que Colón salió ya de Portugal. El solo modo de zanjar contradicción semejante sin poner en duda la veracidad del historiador, es suponer que Fernando haya confundido alguna otra acción en que estuviese su padre con la de las galeras venecianas que encontró recordarla, sin fecha, por Sabellico. Desechando, pues, como apócrifa esta romanesca y heroica llegada de Colón a las playas de Portugal, hallaremos en las grandes empresas náuticas en que aquel reino estaba empeñado, amplios alicientes para una persona de su profesión y carácter. Para esto, empero, es necesario pasar la vista por ciertos sucesos relativos a descubrimientos marítimos, que hicieron de Lisboa en aquel tiempo, centro de atracción para los sabios en geografía y ciencias náuticas de todos los países del mundo.