La Real Sociedad Geográfica, al llamarme a ocupar esta tribuna, por tantos conceptos prestigiada, me ha otorgado otro honor que be de comenzar agradeciendo: el de que mi conferencia coincidiese, en fecha, con la entrega a la Diputación de Pontevedra del galardón que la Academia de Bellas Artes concede anualmente a las entidades que más se distinguen por sus aportaciones al cultivo del espíritu. Mi presencia aquí está ligada a la obra de aquella Corporación benemérita; no me traen mis exiguas calidades, sino el hecho de dirigir el Museo de Pontevedra (1), que consagra a la historia marítima de Galicia lo mejor de sus afanes. Merced a su tarea y a la de otras instituciones gallegas, entre las cuales es preciso traer a primer plano e! «Museo Massó», de Bueu (2), los temas que se nos señalan en el guión de estas lecciones podrán ser contestados por la erudición. Perdonadme si, al recorrerlos hoy conmigo, veis agostarse, ante la sequedad de las noticias, lo que hay de lírico en esa estrofa de bellas palabras —riberas, navios, descubrimientos, hermandades, astilleros, consulados del mar…— que componen nuestro obligado plan de trabajo. Pretendiendo llenarlas de sentido no hacemos sino cumplir el mandato del gran coral maragalliano.
Para hablaros del mar vienen, desde los paisajes cambiantes de la costa hasta esta casa solar de nuestra Historia, gentes de todos los mares de España. Los gallegos somos lo que llegamos de más lejos, y por esa distancia de nuestro litoral —donde cada recodo es un puerto y cada puerto una página viva del pasado y una vital promesa del mañana— no siempre podemos decir que las posibilidades de una tierra impar y el esfuerzo de un pueblo tenacísimo hayan logrado conjugarse en quehaceres de común resonancia. Un forzado aislamiento es nota dominante de nuestro ayer (3). Cuantas veces, pese a las penurias de la comunicación con la Hispania interior, pudimos quebrantarlo, hemos hablado con voz propia, para callar después, en largos años oscuros. De entre la torrentera de datos y fechas que el temario de estas conferencias suscita, he querido separar cuatro hechos que rompen nuestro ensimismamiento —nuestro «encanto»— y nos obligan a hacer grande y general historia: cuando la costa gallega se incorpora al ecumen mediterráneo por los descubrimientos de los navegantes tartesios, fenicios y griegos; cuando Gelmírez, contra piraterías de normandos y árabes, crea una armada que da origen a la marina de Castilla; cuando los mareantes del siglo XV alcanzan, con las Ordenanzas de sus gremios, una estructura social de perfección no superada y, por último, cuando se elige la ría de El Ferrol para base del poderío naval de España resurgido. El creernos de nuevo en coyuntura fértil para el mar gallego, nos hace seguir, con ojos alegres, el rumbo que esos hitos del pasado nos señalan.
Acudamos, siquiera fugazmente, a la cita con la prehistoria que nos exige el programa. Una serie amplísima de hallazgos permite establecer la existencia de una comunidad cuitara! entre Galicia y ios finisterres atlánticos, especialmente con Bretaña, donde la falta de una ligazón terrestre de las formas paralelas obliga a suponer comunicaciones marítimas– el lascado de los picos asturíenses, de dudosa cronología; ciertos aspectos de la estructura y mobiliario de los dólmenes; las pumas de flecha, vasos campaniformes e insculturas del eneolítico; los puñales, hachas y joyas de oro de los primeros tiempos del metal… Cuevillas y Bouza Brey han podido afirmar «que en pocas ocasiones podrán juntarse dos complejos arqueológicos penenecientes a países disiar.tes y sin aparente comunicación terrestre, que ofrezcan tan gran número y tan recia exactitud de paralelismos como estos complejos galaico-miñoto y armoricano… que muestran la existencia de una clara comunicación tr.aritimu fuerte y protongada, cuyo i/tomento ae máxima intensidad hemos de colocar en una fase sincrónica det pleno desenvolvimiento de la civilización del Argar» (4>.
El patriarca de los prehistoriadores gallegos Maciñeira —cuya obra inédita dará a conocer ahora el «Instituto Padre Sarmiento»— creía que algunos puertos galiegos, en especial los de Cedeira, Ortigueira y Vares, donde había encontrado característicos restos de obras portuarias megalíticas, habían servido a escás lejanas navegaciones de los gallegos (5). Recientes estudios, sistematizados por el Profesor García Bellido, vienen a demostrar cómo estas tierras fueron a su vez quizá descubiertas en la misma segunda Edad del Bronce a que pertenecen los más sensacionales de entre aquellos hallazgos (6). Hoy no se pone en duda la tesis sustentada, con admirable crítica, en el siglo XVIII, por Comide Saavedra —el más experto conocedor de cosas del mar que podemos hallar entre los eruditos gallegos— de que Galicia sea la primera localización de las Kasitérides de los navegantes clásicos y que se denominaban así, no ya las islas de la costa, sino todo el litoral, donde las rías acentúan la apariencia insular ante el navegante.
Los mercaderes tartesios en sus navegaciones atlánticas, los fenicios que fundaron Gadir hacia el 1100, los traficantes rhodios, chalkidios y aun cretenses, vendrían desde antes del siglo VIII a buscar metales al inagotable emporio de Galicia. Un nombre, conservado tardíamente por Plinio, nos habla del primero que llevó a Grecia el estaño de las Kasitérides: Midacritus (Meidokritos). El Periplo en que se basa la Ora Marítima de Avieno (535 a. de C.) refleja con rebuscada impresión de terror las primeras navegaciones mediterráneas en el mar de los «Oestrymnios», donde «ningún viento empuja las naves porque un perezoso humor pasma las aguas», entre las cuales «surgen algas cuyos haces detienen a los barcos»; «se mira tan de cerca el fondo que apenas poca agua cubre el suelo», mientras que «aquí y allá fieras del mar y monstruos marinos nadan viscosos y lentos» (9), y la gente, temerosa del peligro del mar, había vivido largo tiempo escondida tierra adentro…
Así se incorporarán al ecumen las costas de Galicia.
Debo huir de dos temas que llenan de estériles polémicas nuestra historia: el de las localizaciones y el de los viejos héroes. Trató el primero de hallar situación exacta en nuestras costas a los topónimos de la geografía antigua: el «jugum Oestrimnium» y las ínsulas Oestriminidas, «Op- hiusa», el «Veneris jugum», el Arvio, la ínsula Pelagia, las Agónidas… Utilizó el segundo, desde el Renacimiento, las fabulosas afirmaciones de Posidonio, Artemidoros y Asklepiades de Myrlea, recogidos por Silio Itálico, Justino y Plinio, para buscar la nobleza de un origen odiseico a los pueblos de Galicia. Me cohíbe el lugar para desgranar anécdotas de falsas etimologías (10) y me atrae en cambio la relación del más insigne de los monumentos de nuestra antigüedad marinera, en el gran puerto clásico de Galicia, con el mito dominante de las colonizaciones: el de Heraklés.
Testimonian esas navegaciones restos de puertos, como los de la ría de Ortigueira, minas como la de Salave, en Ribadeo —de un cubaje de 4.000.000 de metros cúbicos, según Schultz y Pailleté— (11), algunas joyas, como el adorno de oro del Tecla; pero, sobre todo, los viejos faros: La Lanzada, donde quizá estuviese la Lambriaca de Mela, y, sobre todo, el «Farum Brigantium» del Portus Magnus Artabrorum, que llamamos hoy «Torre de Hércules».
Edificado sobre un terreno de tradición prehistórica —recuérdense los grabados rupestres de Punta Herminia— reconstruido en la época romana por el arquitecto lusitano Cayo Servilio Lupo, según su inscripción latina, y modificado en la Edad Media y en los siglos XVII y XVIII; del último data su forma actual. Las más antiguas referencias a él proceden de la Geografía atribuida a Aethico y de la Historia de Orosio. Cornide dejó otra monografía sobre el tema, actualizada hace poco por Tettaman- cy (12).
Pero he querido poner de resalte el significado de la vinculación del más insigne de los monumentos de la antigüedad en Galicia con los mitos herakleidas, que llegarían a este extremo occidente traídos por las navegaciones fenicias, y que se consolidarían por la presencia de dorios en las primeras expediciones; que dieron nombre a toda una ruta marítima —«Via Herácleia» llama Aristóteles a la que desde Italia llevaba al país de los celtas—, y que persisten en memorias actuales.
Porque habéis de saber, aunque parezca extraño, que Hércules comparte todavía el patronato de los pescadores pontevedreses. Allá en lo alto de la fachada de Santa María, levantada por los mareantes, lo veis con su maza, emparejado nada menos que con San Miguel. En los inventarios de esta capilla, en el siglo XVI, figura un Hércules de madera. Y en la procesión de Corpus, el más anciano de los marineros, representando al antiguo «Vigairo» del Gremio, empuña un cetro del XVI, donde Hércules aparece dominando al león de Nemea. Una inscripción trata de desvirtuar la representación, suponiendo que se trata de Teucro, hijo de Telamón y hermano de Ayax, fundador de la ciudad después de la guerra de Troya: « Teucro hizo el arrabal. Año de 1580». Por eso, con rara erudición, los marineros pontevedreses le llaman «el Teucro». Pero a partir de una certera indicación del maestro Sampedro Folgar, ha podido descubrirse lo que hay de una supervivencia de remotos mitos de navegantes en estos símbolos de la más característica marinería de Galicia (13).
Si fue la ruta del mar la que abrió Galicia a las relaciones occidentales y a ia navegación de los colonizadores mediterráneos, ni la conquista romana, ni la cristianización, que incorporó culturalmente nuestra tierra al Imperio, pierden su carácter marítimo: la anécdota de Decio Junio Bruto (137), sintiéndose dominado por un respetuoso temor al ver que el sol se hunde, crepitante, en las aguas, es como un símbolo de lo que representó el mar en una conquista que no pudo perfeccionarse sino cuando César condujo a Brigantium su gran escuadra, que asombra a los hombres de la costa «acostumbrados solamente a navegar en barcas pequeñas, construidas de madera ligera y cubiertas de cuero para resguardarse del agua». Consumada, los grandes monumentos que la conmemoran en tiempo de Augusto, son monumentos marítimos: la «Turris Augusti» en el estuario de Arosa, las «tres Arae Sestianae» cerca de Noya, y la vía militar más fecunda será «per loca marítima»; Brácara —Iria— Brigantium (14).
En cuanto a la predicación del cristianismo, las tradiciones jacobeas nos presentan al Apóstol viniendo por mar, entrando por los ríos, nos enseñan un ara romana como columna donde se ató la barca milagrosa portadora de su cuerpo, y enlazan su culto y el de la Virgen de Barca —¡de la «Barca más prodigiosa»!— en Finisterre (15).
Si Galicia pudo «criar su cultura a pechos del Oriente», y recibir, entre influjos gnósticos, el sustrato doctrinal de su florecimiento religioso del siglo V, fue por haberse mantenido, con el antiquísimo tráfico de los metales, la relación con las rutas de la navegación mediterránea (16). Y cuando se extinga su presencia cultural en el ecumen cristiano, y necesite una nueva evangelización, los vientos de un próspero navegar traerán hasta sus puertos, con las reliquias de San Martín de Tours, aquel otro San Martín, húngaro de nación y gallego adoptivo, que convertirá a los suevos al catolicismo, corregirá el paganismo de los rústicos y sentará los sillares del senequismo cristiano en nuestra Patria (17).
Por Xosé Filgueira Valverde