Carta que escribió Don Cristóbal Colón, Virrey y Almirante de las Indias, a los Cristianísimos y muy poderosos Rey y Reina de España, Nuestros Señores, en que les notifica cuanto le ha acontecido en su viaje; y las tierras, provincias, ciudades, ríos y otras cosas maravillosas, y donde hay minas de oro en mucha cantidad, y otras cosas de gran riqueza y valor.
Una copia del original se encuentra en la Biblioteca Universitaria de Salamanca. La versión italiana se conoce con el nombre de Lettera Rarissima.
Isla de Jamaica, 7 de julio 1503.
Serenísimos y muy altos y poderosos Príncipes, Rey y Reina, Nuestros Señores: De Cádiz pasé a Canaria en cuatro días, y dende a las Indias en dieciséis días, donde escribí a V. M. que mi inteción era dar prisa a mi viaje, en cuanto yo tenía los navíos buenos, la gente y los bastimentos, y que mi derrota era en la isla de Jamaica; y en la Dominica escribí esto. Hasta allí traje el tiempo a pedir por la boca. Esa noche que allí entré fue con tormenta grande y me persiguió después siempre.
Cuando llegué sobre La Española envié el envoltorio de cartas y a pedir por merced un navío por mis dineros, porque otro que yo llevaba era innavegable y no sufría velas. Las cartas tomaron, y sabrán si se las dieron. La respuesta para mí fue mandarme de parte de V. M. que yo no pasase ni llegase a la tierra. Cayó el corazón a la gente que iba conmigo, por temor de los llevar yo lejos, diciendo que si algún caso de peligro les viniese, que no serían remediados allí; antes les sería hecha alguna grande afrenta. También a quien plugo, dijo que el Comendador había de proveer las tierras que yo ganase.
La tormenta era terrible, y en aquella noche me desmembró los navíos; a cada uno llevó por su cabo sin esperanzas, salvo de muerte; cada uno de ellos tenía por cierto que los otros eran perdidos. ¿Quién nació, sin quitar a Job, que no muriera desesperado que por mi salvación y de mi hijo, hermano y amigos me fuese en tal tiempo defendida la tierra y puertos que yo, por voluntad de Dios, gané a España sudando sangre?
Y torno a los navíos, que así me hab¡a llevado la tormenta y dejado a mí solo. Deparómelos Nuestro Señor cuando le plugo. El navío sospechoso había echado a la mar, por escapar, hasta la gísola; la Gallega perdió la barca, y todos gran parte de los bastimentos; en el que yo iba, abalumadoa maravilla, Nuestro Señor le salvó que no hubo daño de una paja. En el sospechoso iba mi hermano; y él, después de Dios, fue su remedio. Y con esta tormenta así a gatas me llegué a Jamaica. Allí se mudó de mar alta en calmería y grande corriente, y me llevó hasta el Jardín de la Reina sin ver tierra. De allí, cuando pude, navegué a la tierra firme, adonde me salió el viento y corriente terrible al opósito; combatí con ellos sesenta días, y en fin no lo pude ganar más de setenta leguas.
En todo este tiempo no entré en puerto, ni pude ni me dejó tormenta del cielo, agua y trombones y relámpagos de continuo, que parecía el fin del mundo. Llegué al cabo de Gracias a Dios, y de allí me dio Nuestro Señor próspero el viento y corriente. Esto fue a 12 de septiembre. Ochenta y ocho días había que no me había dejado espantable tormenta, tanto que no vi el sol ni estrellas por mar, que a los navíos tenía yo abiertos, a las velas rotas, y perdidas anclas y jarcia, cables, con las barcas y muchos bastimentos, la gente muy enferma y todos contritos y muchos con promesa de religión y no ninguno sin otros votos y romerías. Muchas veces habían llegado a se confesar los unos a los otros. Otras tormentas se han visto, mas no durar tanto ni con tanto espanto. Muchos esmorecieron, harto y hartas veces, que teníamos por esforzados. El dolor del hijo que yo tenía allí me arrancaba el ánima, y más por verle de tan nueva edad de trece años en tanta fatiga y durar en ello tanto. Nuestro Señor le dio tal esfuerzo que él avivaba a los otros, y en las obras hacia él como si hubiera navegado ochenta años, y él me consolaba. Yo había adolecido y llegado hartas veces a la muerte. De una camarilla que yo mandé hacer sobre cubierta mandaba la vía. Mi hermano estaba en el peor navío y más peligroso. Gran dolor era el mío, y mayor porque lo traje contra su grado, porque, por mi dicha, poco me han aprovechado veinte años de servicio que yo he servido con tantos trabajos y peligros, que hoy día no tengo en Castilla una teja; si quiero comer o dormir no tengo, salvo el mesón o taberna, y las más de las veces falta para pagar el escote. Otra lástima me arrancaba el corazón por las espaldas, y era Don Diego, mi hijo, que yo dejé en España tan huérfano y desposesionado de mi honra y hacienda; bien que tenía por cierto que allí, como justos y agradecidos Príncipes, le restituirán con acrecentamiento en todo.
Llegué a tierra de Cariay, adonde me detuve a remediar los navíos y bastimentos y dar aliento a la gente, que venía muy enferma. Yo, que, como dije, había llegado muchas veces a la muerte, allí supe de las minas del oro en la provincia de Ciamba, que yo buscaba. Dos indios me llevaron a Ceramburú, adonde la gente anda desnuda y al cuello un espejo de oro, mas no le querían vender ni dar a trueque. Nombráronme muchos lugares en la costa de la mar, adonde decían que había oro y minas; el postrero era Veragua, y lejos de allí obra de veinticinco leguas. Partí con intención de los tentar a todos, y, llegado ya el medio, supe que había minas a dos jornadas de andadura. Acordé de enviarlas a ver. Víspera de San Simón y Judas, que había de ser la partida, en esa noche se levantó tanta mar y viento que fue necesario de correr hacia adonde él quiso; y el indio adalid de las minas siempre conmigo.
En todos estos lugares adonde yo había estado hallé verdad todo lo que yo había oído: esto me certificó que es así de la provincia de Ciguare, que según ellos es descrita a nueve jornadas de andadura por tierra al Poniente: allí dicen que hay infinito oro y que traen corales en las cabezas, manillas a los pies y a los brazos de ello y bien gordas, y de él sillas, arcas y mesas las guarnecen y enforran. También dijeron que las mujeres de allí traían collares colgados de la cabeza a las espaldas. En esto que yo digo, la gente toda de estos lugares concierta en ello, y dicen tanto que yo sería contento con el diezmo. También todos conocieron la pimienta. En Ciguare usan tratar en ferias y mercaderías; esta gente así lo cuenta, y me mostraban el modo y forma que tienen en la barata. Otrosí dicen que las naos traen bombardas, arcos y flechas, espadas y corazas, y andan vestidos, y en la tierra hay caballos, y usan la guerra, y traen ricas vestiduras y tienen buenas cosas. También dicen que la mar boja a Ciguare, y de allí a diez jornadas es el río de Ganges. Parece que estas tierras están con Veragua como Tortosa con Fuenterrabía o Pisa con Venecia. Cuando yo partí de Ceramburú y llegué a esos lugares que dije, hallé la gente en aquel mismo uso, salvo que los espejos del oro quien los tenía los daba por tres cascabeles de gavilán por el uno, bien que pasasen diez o quince ducados de peso. En todos sus usos son como los de La Española; el oro cogen con otras artes; bien que todos son nada con los de los cristianos. Esto que yo he dicho es lo que oigo. Lo que yo sé es que el año de noventa y cuatro navegué en veinticuatro grados al Poniente en término de nueve horas, y no pudo haber yerro porque hubo eclipses: el Sol estaba en Libra y la Luna en Ariete. También esto que yo supe por palabra habíalo yo sabido largo por escrito. Ptolomeo creyó de haber bien remedado a Marino y ahora se halla su escritura bien próxima a lo cierto. Ptolomeo asienta Catigara a doce líneas lejos de su Occidente, que él asentó sobre el cabo de San Vicente en Portugal dos grados y un tercio. Marino en quince líneas constituyó la tierra y términos. Marino en Etiopía escribe al lado de la línea equinoccial más de veinticuatro grados, y ahora que los portugueses la navegan le hallan cierto. Ptolomeo dice que la tierra más austral es el plazo primero y que no baja más de quince grados y un tercio. El mundo es poco; el enjuto de ello es seis partes, la séptima solamente cubierta de agua; la experiencia ya está vista, y la escribí por otras letras y con adornamiento de la Sacra Escritura, con el sitio del Paraíso Terrenal que la Santa Iglesia aprueba. Digo que el mundo no es tan grande como dice el vulgo, y que un grado de la equinoccial esá cincuenta y seis millas y dos tercios; pero esto se tocará con el dedo. Dejo esto, por cuanto no es mi propósito de hablar en aquella materia, salvo de dar cuenta de mi duro y trabajoso viaje, bien que él sea el más noble y provechoso.
Digo que víspera de San Simón y Judas corrí donde el viento me llevaba, sin poder resistirle. En un puerto excusé diez días de gran fortuna de la mar y del cielo: allí acordé de no volver atrás a las minas, y dejélas ya por ganadas. Partí, por seguir mi viaje, lloviendo; llegué a Puerto de Bastimentos, adonde entré y no de grado. La tormenta y gran corriente me entró allí catorce días, y después partí y no con buen tiempo. Cuando yo hube andado quince leguas forzosamente, me reposó atrás el viento y corriente con furia. Volviendo yo al puerto donde había salido, hallé en el camino al Retrete, adonde me retraje con harto peligro y enojo y bien fatigado yo y los navíos y la gente. Detúveme allí quince días, que así lo quiso el cruel tiempo; y cuando creí de haber acabado, me hallé de comienzo. Allí mudé de sentencia de volver a las minas y hacer algo hasta que me viniese tiempo para mi viaje y marear. Y llegado con cuatro leguas, revino la tormenta y me fatigó tanto a tanto que ya no sabía de mi parte. Allí se me refrescó del mal la llaga; nueve días anduve perdido sin esperanza de vida; ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma. El viento no era para ir adelante ni daba lugar para correr hacia algún cabo. Allí me detenía en aquella mar hecha sangre, hirviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso: un día con la noche ardió como horno; y así echaba la llama con los rayos, que cada vez miraba yo si me había llevado los mástiles y velas. Venían con tanta furia espantables, que todos creíamos que me habían de hundir los navíos. En todo este tiempo jamás cesó agua del cielo, y no para decir que llovía, salvo que resegundaba otro diluvio. La gente estaba tan molida que deseaba la muerte para salir de tantos martirios. Los navíos habían perdido dos veces las barcas, anclas, cuerdas y estaban abiertos, sin velas.
Cuando plugo a Nuestro Señor, volví a Puerto Gordo, donde reparé lo mejor que pude. Volví otra vez hacia Veragua. Para mi viaje, aunque yo estuviera a ello, todavía eran el viento y corrientes contrarios. Llegué casi adonde antes, y allí me salió otra vez el viento y corrientes al encuentro. Y volv¡íotra vez al puerto, que no osé esperar la oposición de Saturno con mares tan desbaratados en costa brava, porque las más de las veces trae tempestad o fuerte tiempo. Esto fue día de Navidad, en horas de misa. Volví otra vez adonde yo había salido con harta fatiga; y, pasado año nuevo, torné a la porfía, que aunque me hiciera buen tiempo para mi viaje, ya tenía los navíos innavegables y la gente muerta y enferma. Día de la Epifanía llegué a Veragua, ya sin aliento. Allí me deparó Nuestro Señor un río y seguro puerto, bien que la entrada no tenía salvo diez palmos de fondo. Metíme en él con pena, y el día siguiente recordó la fortuna: si me hallara fuera, no pudiera entrar a causa del banco. Llovió sin cesar hasta 14 de febrero, que nunca hubo lugar de entrar en la tierra, ni de remediar en nada; y, estando ya seguro a 24 de enero, de improviso vino el río muy alto y fuerte: quebróme las amarras y proeses, y hubo de llevar los navíos, y cierto los vi en mayor peligro que nunca. Remedió Nuestro Señor, como siempre hizo. No sé si hubo otro con más martirios. A 6 de febrero, lloviendo, envié setenta hombres la tierra adentro, y a las cinco leguas hallaron muchas minas. Los indios que iban con ellos los llevaron a un cerro muy alto, y de allí les mostraron hacia toda parte cuanto los ojos alcanzaban, diciendo que en toda parte había oro, y que hacia el Poniente llegaban las minas veinte jornadas, y nombraban las villas y lugares, y adonde había de ello más o menos. Después supe yo que el Quibián que había dado estos indios les había mandado que fuesen a mostrar las minas lejos y de otro su contrario, y que adentro de su pueblo cogían, cuando él quería, un hombre en diez días una mozada de oro. Los indios sus criados y testigos de esto traigo conmigo. Adonde él tiene el pueblo llegan las barcas. Volvió mi hermano con esta gente, y todos con oro que habían cogido en cuatro horas que fue allá a la estada. La calidad es grande, porque ninguno de éstos jamás había visto minas, y los más eran gente de la mar, y casi todos grumetes. Yo tenía mucho aparejo para edificar y muchos bastimentos. Asenté pueblo, y di muchas dádivas al Quibián, que así llaman al señor de la tierra. Y bien sabía que no había de durar la concordia: ellos muy rústicos y nuestra gente muy importunos, y me aposesionaba en su término. Después que él vio las cosas hechas y el tráfago tan vivo, acordó de las quemar y matarnos a todos. Muy al revés salió su propósito: quedó preso él, mujeres e hijos y criados; bien que su prisión duró poco. El Quibián se huyó a un hombre honrado, a quien se había entregado con guarda de hombres; y los hijos se huyeron a un maestre de navío, a quien se dieron en él a buen recaudo.
En enero se había cerrado la boca del río. En abril los navíos estaban todos comidos de broma y no los podía sostener sobre agua. En este tiempo hizo el río un canal, por donde saqué tres de ellos vacíos con gran pena. Las barcas volvieron adentro por la sal y agua. La mar se puso alta y fea, y no dejó salir afuera: los indios fueron muchos y juntos y las combatieron, y en fin los mataron. Mi hermano y la otra gente toda estaban en un navío que quedó adentro, yo muy solo de fuera en tan brava costa, con fuerte fiebre; en tanta fatiga, la esperanza de escapar era muerta. Subí así trabajando lo más alto, llamando a voz temerosa, llorando y muy aprisa, los maestros de la guerra de Vuestras Altezas, a todos cuatro los vientos, por socorro; mas nunca me respondieron. Cansado, me adormecí gimiendo. Una voz muy piadosa oí, diciendo: «¡Oh estulto y tardo a creer y a servir a tu Dios, Dios de todos! ¿Qué hizo El más por Moisés o por David, su siervo? Desde que naciste, siempre El tuvo de ti muy grande cargo. Cuando te vio en edad de que El fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias, que son parte del mundo tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste adonde te plugo y te dio poder para ello. De los atamientos de la Mar Océana, que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te dio las llaves; y fuiste obedecido en tantas tierras y de los cristianos cobraste tan honrada fama. ¿Qué hizo El más al tu pueblo de Israel cuando le sacó de Egipto, ni por David, que de pastor hizo Rey en Judea? Tórnate a El y conoce ya tu yerro: su misericordia es infinita. Tu vejez no impedirá a toda cosa grande. Muchas heredades tiene El grandísimas. Abraham pasaba de cien años cuando engendró a Isaac, ni Sara era moza. Tú llamas por socorro. Incierto, responde, ¿quién te ha afligido tanto y tantas veces, Dios o el mundo? Los privilegios y promesas que da Dios, no las quebranta, ni dice, después de haber recibido el servicio, que su intención no era ésta y que se entiende de otra manera, ni da martirios por dar color a la fuerza. El va al pie de la letra: todo lo que El promete cumple con acrecentamiento. Esto es su uso. Dicho tengo lo que tu Creador ha hecho por ti y hace con todos. Ahora -me dijo- muestra el galardón de estos afanes y peligros que has pasado sirviendo a otros.» Yo, así amortecido, oí todo; mas no tuve respuesta a palabras tan ciertas, salvo llorar por mis yerros. Acabó El de hablar, quienquiera que fuese, diciendo: «No temas, confía: todas estas tribulaciones están escritas en piedra mármol y no sin causa.»
Levantéme cuando pude; y al cabo de nueve días hizo bonanza, mas no para sacar navíos del río. Recogí la gente que estaba en tierra y todo el resto que pude, porque no estaban para quedar y para navegar los navíos. Quedara yo a sostener el pueblo con todos, si Vuestras Altezas supieran de ello. El temor que nunca aportarían allí navíos me determinó a esto, y la cuenta que cuando se haya de proveer de socorro se proveerá de todo. Partí en nombre de la Santísima Trinidad la noche de Pascua, con los navíos podridos, abromados, todos hechos agujeros. Allí en Belén dejé uno y hartas cosas. En Belpuerto hice otro tanto. No me quedaron salvo dos en el estado de los otros, y sin barcas y bastimentos, por haber de pasar siete mil millas de mar y de agua o morir en la vía con hijo y hermano y tanta gente. Respondan ahora los que suelen tachar y reprender, diciendo allí de en salvo: ¿por qué no hiciste esto allí? Los quisiera yo en esta jornada. Yo bien creo,que otra de otro sabor los aguarda, o nuestra fe es ninguna
Llegué a 1 3 de mayo en la provincia de Mango, que parte con aquella de Catayo, y de allí partí para la Española: navegué dos días con buen tiempo, y después fue contrario. El camino que yo llevaba era para desechar tanto número de islas, por no me embarazar en los bajos de ellas. La mar brava me hizo fuerza y hube de volver atrás sin velas. Surgó a una isla adonde de golpe perdí tres anclas, y a la media noche, que parecía que el mundo se disolvía, se rompieron las amarras al otro navío y vino sobre mí, que fue maravilla cómo no nos acabamos de hacer rajas: el ancla, de forma que me quedó, fue ella, después de Nuestro Señor, quien me sostuvo. Al cabo de seis días, que ya era bonanza, volví a mi camino. Así, ya perdido del todo de aparejos y con los navíos horadados de gusanos más que un panal de abejas y la gente tan acobardada y perdida, pasé algo adelante de donde yo había llegado de antes. Allí me tornó a reposar atrás la fortuna. Paré en la misma isla en más seguro puerto. Al cabo de ocho días torné a la vía y llegué a Jamaica en fin de junio, siempre con vientos punteros y los navíos en peor estado: con tres bombas, tinas y calderas no podían, con toda la gente, vencer el agua que entraba en el navío, ni para este mal de broma hay otra cura. Cometí el camino para me acercar a lo más cerca de la Española, que son veintiocho leguas, y no quisiera haber comenzado. El otro navío corrió a buscar puerto casi anegado. Yo porfié la vuelta de la mar con tormenta. El navío se me anegó, que milagrosamente me trajo Nuestro Señor a tierra. ¿Quién creyera lo que yo aquí escribo? Digo que de cien partes no he dicho la una en esta letra. Los que fueron con el Almirante lo atestiguen. Si place a Vuestras Altezas de me hacer merced de socorro un navío que pase de sesenta y cuatro, con doscientos quintales de bizcochos y algún otro bastimento, bastar para me llevar a mí y a esta gente a España. De La Española en Jamaica ya dije que no hay veintiocho leguas. A La Española no fuera yo, bien que los navíos estuvieran para ello. Ya dije que me fue mandado de parte de Vuestras Altezas que no llegase a ella. Si este mandar ha aprovechado, Dios lo sabe. Esta carta envío por vía y mano de indios: grande maravilla será si allá llega.
De mi viaje digo: que fueron ciento y cincuenta personas conmigo, en que hay hartos suficientes para pilotos y grandes marineros; ninguno puede dar razón cierta por donde fui yo ni vine. La razón es muy presta. Yo partí de sobre el Puerto del Brasil en la Española. No me dejó la tormenta ir al camino que yo quería; fue por fuerza correr adonde el viento quiso. En ese día caí yo muy enfermo; ninguno había navegado hacia aquella parte; cesó el viento y mar dende a ciertos días, y se mudó la tormenta en calmería y grandes corrientes. Fui a aportar a una isla que se dijo de las Bocas, y de allí a tierra firme. Ninguno puede dar cuenta verdadera de esto, porque no hay razón que baste; porque fue ir con corriente sin ver tierra tanto número de días. Seguí la costa de la tierra firme; ésta se asentó con compás y arte. Ninguno hay que diga debajo cuál parte del cielo o cuándo yo partí de ella para venir a la Española. Los pilotos creían venir a parar a la isla de San Juan, y fue en tierra de Mango, cuatrocientas leguas más al Poniente de adonde decían. Respondan, si saben, adónde es el sitio de la Veragua. Digo que no pueden dar otra razón ni cuenta, salvo que fueron a unas tierras adonde hay mucho oro, y certificarle; mas para volver a ella el camino tienen ignoto. Sería necesario para ir a ella descubrirla como de primero. Una cuenta hay y razón de astrología y cierta: quien la entienda esto le basta. A visión profética se asemeja esto. Las naos de las Indias, si no navegan salvo a popa, no es por la mala hechura ni por ser fuertes. Las grandes corrientes que allí vienen, juntamente con el viento, hacen que nadie porfíe con bolina, porque en un día perderían lo que hubiesen ganado en siete; ni saco carabela, aunque sea latina portuguesa. Esta razón hace que no naveguen salvo con colla, y por esperarle se detienen a las veces seis y ocho meses en puerto. Ni es maravilla, pues que en España muchas veces acaece otro tanto.
La gente de que escribe Papa Pío, según el sitio y señas, se ha hallado, mas no los caballos, pretales y frenos de oro; ni es maravilla, porque allí las tierras de la costa de la mar no requieren salvo pescadores, ni yo me detuve, porque andaba a prisa. En Cariay y en esas tierras de su comarca son grandes hechiceros y muy medrosos. Dieran el mundo porque no me detuviera allí una hora. Cuando llegué allí, luego me enviaron dos muchachas muy ataviadas. La más vieja no sería de once años y la otra de siete; ambas con tanta desenvoltura, que no serían más unas putas. Traían polvos de hechizos escondidos. En llegando, las mandé adornar de nuestras cosas y las envié luego a tierra. Allí vi una sepultura en el monte, grande como una casa y labrada, y el cuerpo descubierto y mirrado en ella. De otras artes me dijeron y más excelentes. Animalias menudas y grandes hay hartas y muy diversas de las nuestras. Dos puercos hube yo en presente, y un perro de Irlanda no osaba esperarlos. Un ballestero había herido una animalia, que se parece a un gato paúl, salvo que es mucho más grande, y el rostro de hombre: teníale atravesado con una saeta desde los pechos a la cola, y porque era feroz le hubo de cortar un brazo y una pierna. El puerco, en viéndole, se le encrespó y se fue huyendo. Yo, cuando esto vi, mandé echarle «begare», que así se llama, adonde estaba; en llegando a él, así estando a la muerte y la saeta siempre en el cuerpo, le echó la cola por el hocico y se la amarró muy fuerte, y con la mano que le quedaba la arrebató por el copete como a enemigo. El auto tan nuevo y hermosa montería me hizo escribir esto. De muchas maneras de animalias se hubo, mas todas mueren de barro. Gallinas muy grandes y la pluma como lana vi hartas. Leones, ciervos, corzos y otro tanto y así aves. Cuando yo andaba por aquella mar en fatiga, en algunos se puso herejía que estábamos hechizados, que hoy en día están en ello. Otra gente hallé que comían hombres: la disformidad de su gesto lo dice. Allí dicen que hay grandes mineros de cobre: hachas de ello, otras cosas labradas, fundidas, soldadas hube y fraguas con todo su aparejo de platero y los crisoles. Allí van vestidos; y en aquella provincia vi sábanas grandes de algodón, labradas de muy sutiles labores, otras pintadas muy sutilmente a colores con pinceles. Dicen que en la tierra adentro hacia el Catayo las hay tejidas de oro. De todas estas tierras y de lo que hay en ellas, a falta de lengua no se sabe tan presto. Los pueblos, bien que sean espesos, cada uno tiene diferenciada lengua, y es en tanto que no se entienden los unos con los otros más que nos con los de Arabia. Yo creo que esto sea en esta gente salvaje de la costa de la mar, mas no en la tierra dentro.
Cuando yo descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías, con los tratos y ferias, y porque no pareció todo tan presto fui escandalizado. Este castigo me hace ahora que no diga salvo lo que yo oigo de los naturales de la tierra. De una oso decir, porque hay tantos testigos, y es que yo vi en esta tierra de Veragua mayor señal de oro en dos días primeros que en la Española en cuatro años, y que las tierras de la comarca no pueden ser más hermosas ni más labradas ni la gente más cobarde, y buen puerto y hermoso río defensible al mundo. Todo esto es seguridad de los cristianos y certeza de señorío, con grande esperanza de la honra y acrecentamiento de la religión cristiana; y el camino allí ser tan breve como a La Española, porque ha de ser con viento. Tan señores son Vuestras Altezas de esto como de Jerez o Toledo. Sus navíos que fueren allí van a su casa. De allí sacarán oro. En otras tierras, para haber de lo que hay en ellas, conviene que se lo lleven, o se volverán vacíos; y en la tierra es necesario que fíen sus personas de un salvaje. Del otro que yo dejo de decir, ya dije por qué me encerré: no digo así ni que yo afirme en el tres doble en todo lo que yo haya jamás dicho ni escrito, y que yo esté a la fuente. Genoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro. El oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa las nimas al Paraíso. Los señores de aquellas tierras de la comarca de Veragua cuando mueren entierran el oro que tienen con el cuerpo; así lo dicen. A Salomón llevaron de un camino seiscientos sesenta y seis quintales de oro, allende los que llevaron los mercaderes y marineros, y allende lo que se pagó en Arabia. De este oro hizo doscientas lanzas y trescientos escudos, e hizo el tablado que había de estar arriba, pellas de oro y vasos muchos y muy grandes y ricos de piedras preciosas. Josefo, en su crónica De antiquitatibus, lo escribe. En el Paralipomenon y en el Libro de los Reyes se cuenta de esto. Josefo quiere que este oro se hubiese en la Aurea. Si así fuese, digo que aquellas minas de la Aurea son unas y se contienen con éstas de Veragua, que, como yo dije arriba, se alargan al Poniente veinte jornadas y son en una distancia lejos del polo y de la línea. Salomón compró todo aquello, oro, piedras y plata, y V. A. le pueden mandar a coger si les place. David, en su testamento, dejó tres mil quintales de oro de las Indias a Salomón para ayudar a edificar el templo, y según Josefo era él de estas mismas tierras. Jerusalén y el monte Sión ha de ser reedificado por manos de cristianos. Quién ha de ser, Dios por boca del Profeta en el decimocuarto salmo lo dice. El abad Joaquín dijo que éste había de salir de España. San Jerónimo a la santa mujer le mostró el camino para ello. El Emperador de Catayo ha días que mandó sabios que le enseñasen la fe de Cristo. ¿Quién será que se ofrezca a esto? Si Nuestro Señor me lleva a España, yo me obligo de llevarle, con el nombre de Dios, en salvo.
Esta gente que vino conmigo han pasado increíbles peligros y trabajos. Suplico a V. A., porque son pobres, que les manden pagar luego y les hagan mercedes a cada uno según la calidad de la persona, que les certifico que, a mi creer, les traen las mejores nuevas que nunca fueron a España. El oro que tiene el Quibián de Veragua y los otros de la comarca, bien que según información él sea mucho, no me pareció bien ni servicio de Vuestras Altezas de se le tomar por vía de robo. La buena orden evitar escándalo y mala fama y hará que todo ello venga al tesoro, que no quede un grano. Con un mes de buen tiempo yo acabara todo mi viaje: por falta de los navíos no porfié a esperarle para tornar a ello, y para toda cosa de su servicio espero en Aquel que me hizo y estar‚ bueno. Yo creo que V. A. se acordará que yo quería mandar hacer los navíos de nueva manera; la brevedad del tiempo no dio lugar a ello, y cierto yo había caído en lo que cumplía.
Yo tengo en más esta negociación y minas con esta escala y señorío, que todo lo otro que está hecho en las Indias. No en éste hijo para dar a criar a madrastra. De la Española, de Paria y de las otras tierras no me acuerdo de ellas que yo no llore. Creía yo que el ejemplo de ellas hubiese de ser por estas otras; al contrario: ellas están boca abajo; bien que no mueran, la enfermedad es incurable o muy larga. Quien las llegó a esto, venga ahora con el remedio si puede o sabe; al descomponer, cada uno es maestro. Las gracias y acrecentamiento siempre fue uso de las dar a quien puso su cuerpo a peligro. No es razón que quien ha sido tan contrario a esta negociación le goce, ni sus hijos. Los que se fueron de las Indias huyendo los trabajos y diciendo mal de ellas y de mí, volvieron con cargos; así se ordenaba ahora en Veragua: malo ejemplo y sin provecho del negocio y para la justicia del mundo. Este temor, con otros casos hartos que yo veía claro, me hizo suplicar a Vuestras Altezas, antes que yo viniese a descubrir estas islas y tierra firme, que me las dejasen gobernar en su real nombre. Plúgoles: fue por privilegio y asiento, y con sello y juramento, y me intitularon de Virrey y Almirante y Gobernador General de todo, y señalaron el término sobre las islas de los Azores cien leguas, y aquellas de Cabo Verde por la línea que pasa de polo a polo, y esto y de todo que más se descubriese, y me dieron poder largo. La escritura a más largamente lo dice.
El otro negocio famosísimo está con los brazos abiertos llamando: extranjero he sido hasta ahora. Siete años estuve yo en su Real Corte, que a cuantos se habló de esta empresa todos a una dijeron que era burla. Ahora hasta los sastres suplican por descubrir. Es de creer que van a sastrear y se les otorga, que cobran con mucho perjuicio de mi honra y tanto daño del negocio. Bueno es de dar a Dios lo suyo y a César lo que le pertenece. Esta es justa sentencia y de justo. Las tierras que acá obedecen a Vuestras Altezas son más que todas las otras de cristianos y ricas. Después que yo, por voluntad divina, las hube puestas debajo de su real y alto señorío y en filo para haber grandísima renta, de improviso, esperando navíos para venir a su alto conspecto con victoria y grandes nuevas del oro, muy seguro y alegre, fui preso y echado con dos hermanos en un navío, cargado de hierros, desnudo en cuerpo, con muy mal tratamiento, sin ser llamado ni vencido por justicia. ¿Quién creer que un pobre extranjero se hubiese de alzar en tal lugar contra Vuestras Altezas sin causa ni sin brazo de otro Prncipe y estando solo entre sus vasallos y naturales teniendo todos mis hijos en su Real Corte? Yo vine a servir de veintiocho a¤ños, y ahora no tengo cabello en mi persona que no sea cano y el cuerpo enfermo y gastado cuanto me quedó de aquéllos, y me fue tomado y vendido y a mis hermanos hasta el sayo, sin ser oído ni visto, con gran deshonor mío. Es de creer que esto no se hizo por su real mandado. La restitución de mi honra y daños y el castigo en quien lo hizo hará sonar su real nobleza; y otro tanto en quien me robó las perlas y de quien ha hecho daño en este Almirantado. Grandísima virtud, fama con ejemplo ser si hacen esto, y quedará a la España gloriosa memoriación de Vuestras Altezas, de agradecidos y justos Príncipes. La intención tan sana que yo siempre tuve al servicio de Vuestras Altezas y la afrenta tan desigual no da lugar al ánima que calle, bien que yo quisiera. Suplico a Vuestras Altezas me perdonen.
Yo estoy tan perdido como dije. Yo he llorado hasta aquí a otros. Haya misericordia ahora el cielo y llore por mi la tierra. En el temporal no tengo solamente una blanca para la oferta; en el espiritual he parado aquí en las Indias de la forma que está dicho: aislado en esta pena, enfermo, aguardando cada día por la muerte y cercado de un cuento de salvajes y llenos de crueldad y enemigos nuestros, y tan apartado de los Santos Sacramentos de la Santa Iglesia, que se olvidará de esta ánima si se aparta acá del cuerpo. Llore por mí quien tiene caridad, verdad y justicia. Yo no vine a este viaje a navegar por ganar honra ni hacienda: esto es cierto, porque estaba ya la esperanza de todo en ello muerta. Yo vine a Vuestras Altezas con sana intención y buen celo, y no miento. Suplico humildemente a Vuestras Altezas que, si a Dios place de me sacar de aquí, que hayan por bien mi ida a Roma y otras romerías. Cuya vida y alto estado la Santa Trinidad guarde y acreciente.
Hecha en las Indias, en la isla de Jamaica, a 7 de julio de 1503 años.