EL GROVE FUE UNA ISLA

El Grove de hoy está vivamente representado por ese monumento tan típico, esculpido por Alfonso Villar. En él, sobre la dorna, hombre, mujer y niño, la familia que vive exclusivamente del mar y sus productos.
Es el paso hacia La Toja, la más bella de las islas gallegas, y es también la tierra del ensueño y la de la leyenda del Meco, unida siempre a la higuera, de la cual el pueblo colgó a un hombre perverso.

EL GROVE FUE UNA ISLA

 

El Grove fue, en sus primeros tiempos, una isla muy próxima a la tierra. Tan cerca que, en las horas de bajamar, se unía al vecino territorio por un istmo de arena.

Así creen muchos que fue el Paraíso Terrenal; pero, mientras éste se alejó para siempre, perdiéndose en el mar, después del primer pecado del  hombre, El Grove permaneció firme en su lugar, como un gran trozo de roca y tierra caída del cielo, que el sol acarició ya en los primeros tiempos, desde el primer trino de la alondra hasta el anochecer.

Poco a poco, el transcurso de los siglos fue dándole unidad a la tierra, y la marisma se extendió alcanzando la costa de ocho kilómetros de esa hermosa playa de La Lanzada. Y todo el año, jilgueros, verderolos y ruiseñores, alegraron con sus trinos las copas verdes de la arboleda.

El Grove y La Lanzada tienen una historia tejida de leyendas, y su belleza se prolonga perenne, tanto en el estío como en la invernada. En esta última estación se alza grandioso entre la suavidad de su clima; y en la primavera, en las tardes luminosas de marzo y abril, se muestra a lo lejos envuelto en reverberante resplandor de oro luminoso, que ciega, para luego tornarse en suave cristal de plata, mientras el cielo se vuelve azul como un zafiro y se abren suavemente las azucenas, en tanto las margaritas y las caléndulas florecen por doquier.

Habitada, en un principio, tan solo por gentes marineras que vivían exclusivamente de la venta de sus preciados peces y mariscos, era por aquel entonces tan solo, El Grove, roca, pinos, tierra y mar; y las gentes vivían en un ambiente de  humildad, pero felices.

Durante el día, el sol calentaba y olía a vida, a hierba, a algas y a mar; pero con la frescura de la noche brotaba exuberante el perfume de los pinos y las flores. El tiempo transcurrió, se vivieron guerras e invasiones, dejando su huella imborrable las centurias de Roma; pero El Grove continuó subsistiendo.

Hoy existen estadísticas clarísimas de su producción, de las subastas marisqueras efectuadas en la lonja.

 

Se podría hablar largamente del marisco, de la riqueza pródiga y alimenticia del mejillón, de sus sabrosas nécoras, cigalas, langostinos y centollos. Pero el forastero que llega hasta esta villa se extasía ante sus hermosos amaneceres, en los que el sol inunda a la tierra de alegría y de paz, mientras que las mariposas, nuestras lindas «volvoretas», revolotean desde la lila y el lirio hasta la rosa cálida, abierta y encendida. Incluso, cuando llueve y el agua vela el prado verde y la arena dorada con sus halos de irisado cristal, El Grove tiene una belleza de ensueño, extraña, casi mitológica.

“El paraíso del marisco”, se le ha dado en llamar; pero todo en él es algo mucho más bello que ese atractivo gastronómico.

Es el paso hacia La Toja, la más bella de las islas gallegas, y es también la tierra del ensueño y la de la leyenda del Meco, unida siempre a la higuera, de la cual el pueblo colgó a un hombre perverso.

Se eligió la higuera quizá recordando que fue la que escogió Judas para expiar su traición, y también porque era el árbol más corpulento del pueblo, el árbol retorcido y negruzco, feo, centenario, cuyo tronco grisáceo se enlaza con las sombras, como si bajo sus raíces opulentas se albergase la noche, la eterna oscuridad.

Pero, dejando el recuerdo del pasado, El Grove de hoy está vivamente representado por ese monumento tan típico, esculpido por Alfonso Villar. En él, sobre la dorna, hombre, mujer y niño, la familia que vive exclusivamente del mar y sus productos. La mirada del hombre es serena, atisba las aguas, parece desentrañar de entre ellas la riqueza marisquera que es su pan de cada día. Y ella, la mujer, tiene en sus ojos de piedra el ensueño de algo inalcanzable. ¿Mira, quizá, el revolotear de la azul golondrina, o mira hacia Dios? ¿Es que implora silenciosa en el mudo rezo de su expresiva mirada, la omnipotente ayuda para la diaria faena?.

El niño parece feliz, su mirada no es como la de sus padres, su rostro está inclinado y casi sonriente. ¿Con qué sueña el niño de la dorna que aún debía jugar en el prado, y, sin embargo, ya sabe empujar con su débil vigor infantil el remo de la embarcación?. Podría aún correr entre las lilas blancas y las campanillas azules, pero ha nacido para luchar con el mar, en vez de navegar en un bote encantado por un mundo de ensueño.

El niño de la dorna, pétrea estampa del niño marinero que quizá nunca esperó a los Reyes Magos, siempre ha despertado en mí un instinto de ternura, un ansia de poner entre sus manos infantiles y toscas, todos los juguetes de la tierra entre un raudal de estrellas de plata, con el sueño de un mundo distinto, donde el rezo que se lee en la mirada de la madre halle en el porvenir del niño la divina respuesta.

 

Porque El Grove, el hermoso y paradisíaco lugar, pródigo en mariscos y riquezas marineras, ese istmo que antes fue una isla, tiene entre el temblor de sus aguas y el florecer de su costa, reflejos estelares y luminosos que encierran en sí toda la belleza del Paraíso perdido.[1]

 

                                 Faro de Vigo, 20 de Septiembre de 1974

 Josefina López de Serantes

O GROVE. TERRA DO «MECO»

"El Meco", un eclesiástico cruel y lascivo que tenía atemorizada a la población con sus sádicos instintos.
A su pregunta de «¿Quén matou ó Meco?», la respuesta fue siempre la misma: «¡Matámoslle todos!».

O GROVE, “TERRA DO MECO”

Glauco, el centurión de las tropas romanas, llegó al frente de sus soldados hasta las tierras del Noroeste de Hispania. Recorrió montes y valles y siguió el curso de sus ríos cristalinos que reflejaban todas las facetas de la luz, hasta que una mañana de comienzos de otoño llegó a un lugar maravilloso, que los nativos llamaban «Terra de Gravios». El romano se sentía agotado por la larga jornada y, lo mismo que sus huestes, ansiaba el descanso.

El lugar era propicio para ello, y se le ofrecía por entero como tranquilo refugio, con la suavidad de su clima y su ambiente verde y florido.

Las sandalias de los conquistadores dejaron sus huellas en la tierra del istmo arenoso del Bao, y se solazaron con su abundante producción marisquera, sumamente deliciosa para sus paladares, que jamás habían gustado de tan gratos productos marineros. Uno de los jefes celtíberos, hombre atlético de gran fortaleza para su edad ya algo avanzada, y que regía el lugar como patriarca, advirtió al romano que, al anochecer, las aguas de la ría de Arousa subirían abrazando materialmente el lugar y convirtiéndola en una isla. Sin embargo, nadie escuchó, ni comprendió al jefe celtíbero, y cuando el centurión vio que las aguas avanzaban más y más, cercándoles por todos lados, acusó al patriarca de conspirador con los elementos y le condenó a muerte en la cruz.

A la mañana siguiente, los primeros resplandores del día que despertaba, iluminaron piadosos al hombre que agonizaba en la cruz y a las aguas que, en su bajamar, se retiraban entre un estelar fulgor de nacientes luces matutinas, mientras las flores de los magnolios mostraban sus espléndidas corolas al lado de los naranjos.

Miró por última vez el despótico y cruel romano al hermoso lugar y, alzando el brazo, dio la orden de marcha. Al compás de sus tambores se retiraron tierra adentro, mientras el mártir exhalaba su postrero suspiro. Y la hiedra y el laurel se oscurecieron entristecidos temblaron, ocultándose entre la hierba, la madreselva y el brezo; mientras el sauce se inclinaba lloroso hacía la zarzamora.

 

En una primitiva tumba de arena y ladrillos, los naturales del país enterraron a su primer mártir, y nuevamente las aguas oscurecidas e inquietas subieron al llegar la noche, mucho más de lo que habitualmente sucedía, llegando incluso hasta el lugar de la tumba recién abierta, dejando entre su níveas espumas su oración y homenaje.

Sin embargo, con el correr de los siglos, aquel istmo arenoso aumentó, y a mediados del XVI, la tierra de Gravios, denominada ya El Grove, se convirtió en una pequeña península que,  muchos años después, la destreza del  hombre la supo unir artificialmente a la bellísima isla de La Toja.

Pero si el romano partió de aquel lugar dejando triste vestigio de su crueldad y altivez, las centurias del César volvieron nuevamente para abastecerse de sus magníficos productos marisqueros.

Más no solo los romanos, sino los fenicios y griegos formaron también la historia de El Grove, estableciéndose allí y comerciando con las grandes riquezas que su mar y su tierra les ofrecía.

Hay, sin embargo, una leyenda muy posterior a estas invasiones que, por si sola, serviría para dar renombre universal a este lugar. Se trata de «El Meco«, un eclesiástico cruel y lascivo que tenía atemorizada a la población con sus sádicos instintos.

Todo El Grove le odiaba por su maldad, y una mañana su cuerpo apareció colgado de una higuera. Pero, cuando el juez comarcal, valiéndose incluso de la tortura, interrogó a todo el pueblo para alcanzar la ansia de confesión. A su pregunta de «¿Quén matou ó Meco?», la respuesta fue siempre la misma: «¡Matámoslle todos!».

Si el heroísmo de este pueblo galego no pasó a la historia con la universalidad del de Fuente Ovejuna, de características tan similares, fue porque nadie con la maestría que caracterizó a Lope de Vega, supo dar vida a la  historia de unos hombres tan obstinados como valientes, que prefirieron morir antes que revelar el nombre del que los había librado de tan cruel tiranía.

Puede aún verse en El Grove la higuera en que el malvado eclesiástico perdió su vida, y a la voz popular que convirtió al Meco en algo así como un ogro, cuyo solo nombre asustaba a los niños, comenzó a darle al lugar el nombre de «Terra do Meco», y lo mismo hizo el fallecido poeta gallego Juan Manuel Pintos, en alguno de sus versos:

… E de ver alá en Cambados,

enfrente a Terra do Meco,

cando devala marea,

tanto chan que queda en seco.

 

No es extraño el valor de estas gentes, si se tiene en cuenta que el pueblo gallego fue el último de nuestra península en rendirse a los romanos, y el primero del mundo que se reveló contra la nobleza feudal en la Edad Media. Y ya más próximo a nosotros, cuando en 1808 nuestra patria fue invadida por los franceses, Galicia sostuvo su independencia, siendo la única región que luchó sin rendirse al invasor, no cayendo bajo su dominio, pues en una campaña de seis meses venció y aniquiló al ejército enemigo. Y demostrado está que El Grove, la heroica «Terra que matou ó Meco», tuvo una parte muy importante y gloriosa en todos estos hechos históricos.

 

El Correo Gallego, 30 de Septiembre de 1973

Xosefina López de Serantes

Firmado con el seudónimo de “Penélope”

 

EDUARDO PONDAL VIVIÓ SU PRIMER IDILIO EN LA ISLA DE LA TOJA

APondalLa Toja.jpgEduardo Pondal Abente nació en el año 1835 en Ponteceso, La Coruña. Estudio medicina en la universidad de Santiago. Pero su vocación sobrepasó desde el primer momento la medicina, pasando a la historia de la Literatura como uno de los tres poetas del renacimiento literario gallego, en torno a 1863: Rosalía de Castro, Curros Enríquez y el mismo Pondal.

Posiblemente estos tres nombre hubieran sido cuatro si la muerte -se ahogó en una playa coruñesa- no hubiera arrebatado al movimiento la figura de Aurelio Aguirre. Pues fueron precisamente los versos de Aurelio Aguirre y los de Pondal los que se leyeron en el famoso banquete de Conxo.

Los dos aparecían como jefes del movimiento literario de esta época y como abanderados del movimiento liberal. La obra y hasta la vida de Rosalía, de Curros y de Pondal estuvo marcada por la revolución del 46, que terminaría con los fusilamientos de Carral y con la pretensión de un autogobierno de Galicia. Y por el banquete en el robledo de Conxo en el que se reunieron, diez años después, lo mejor de la juventud académica, artesanos, obreros… y los promotores de la libertad. El objeto de todos estos hechos era: GALICIA.

Pondal amó profundamente a su tierra. Y casi como un desquite contribuyó a elevar su lengua y su cultura a nivel universal. El «Bardo de Bergantiños» dio categoría de personaje al pueblo mismo, al pueblo gallego, y la tierra regada con su sudor secular. Busca sus fuentes más allá de la historia y se hace presente en su protohistoria: héroes, bardos, mitología…

Fue en un estío lejano del año 1850 cuando un muchacho de quince años, alto, esbelto y de soñadores ojos negros, llegó hasta la isla de La Toja. Se llamaba Eduardo Mª González Pondal, al cual su familia le había impuesto pasar el verano en la isla pontevedresa, posiblemente por un problema de salud, típico de la adolescencia.

 

Por aquel entonces, la isla comenzaba a despertar de su letargo de siglos, y unos arriesgados científicos habían construido unas sencillas barracas de piedra, en donde se afanaban en investigar los poderes curativos de los lodos y del clima de la isla, sin tan siquiera sospechar que, con su trabajo, llegarían a convertirla en uno de los balnearios más famosos del mundo. Pero el muchacho de Ponteceso llegó allí con cierta contrariedad y desilusión, que le hizo ver a través de un prisma de animosidad aquel lugar donde iba a permanecer durante todo el estío. De esta confusión de su mente brotarían unos versos que, bastantes años después, habría de dar a conocer:

 

Isla oscura de La Toja,

Pobre, sin verdor y yerma,

Albergue de humildes pinos,

Y de indigente maleza;

Grato asilo de las aves,

Y de las brisas ligeras:

Triste y pensante recuerdo,

Tú eres para el poeta,

Que como un dardo en la mente,

Siempre clavado te lleva...

 

Pero aquel enigmático dardo no se había clavado tan solo en la mente del muchacho, sino que también profundizara en su corazón, ya que precisamente en la isla conoció a aquella joven muchacha que trastornó sus años juveniles. ¿Quién era ella, en realidad? ¿Acaso la hija de uno de aquellos científicos pioneros de la posterior magnificencia de La Toja?

Pondal nunca quiso hablar sobre ello, aunque sí confesó que amó apasionadamente a una niña hechicera, que en Helenes la dulce nació, y que dejó para siempre en sus sentimientos la amargura del amor fracasado. Sin embargo, acabó por adornar a la isla con la expresión de sus nuevos sentimientos:

 

Oh, isla! Oh, desierta Loujo!

Para los demás desierta,

Para mí… de tus hermanas,

La más simpática y bella…

 

 

Estos versos que pertenecen al poema titulado «Rescoldo y Cenizas», está fechado en La Toja en septiembre de 1850, pero no obstante, se puede tener por cierto que, pese a la fecha, es una rememoración del poeta escrita bastantes años después, lo cual lo confirman las siguientes estrofas:

 

…Aquellas felices horas

Que el alma triste recuerda…

Ha muchos años que fue…

Y aún por la herida abierta

El corazón sangra a veces,

Y de vivir ya le pesa…

 

Indudable es que este amor juvenil contrariado dejó indelebles huellas en los sentimientos del poeta. Murguía que fue el único que recibió confidencias de Pondal, habló de la frustración de aquel primer sentimiento, e incluso dejó intuir vagamente el nombre de la muchacha: «¡María!». Pero, según fueron pasando los años, Pondal comenzó a mostrar cierta ironía, a veces algo burlona, en las expresiones amorosas de sus versos:

 

Ibas gozando no meu tormento,

Ibas fuxindo por medo a mín;

levouche a faldra curioso o vento…

Vállame os ceos ¡o que eu vin!

Mientras que en otra ocasión, exclama apasionado:

Agora, meu corazón,

agora pola noitiña,

pola mañanciña, non.

El mismo pensamiento expresan los siguientes versos:

Maruxiña, Maruxiña,

a do refaixo marelo:

se che encontro no camiño,

non che ha de valer «non quero”.

 

 

Pero el joven poeta que expresaba tan espontáneamente lo más profundo de sus sentimientos, sorprende a algunos de sus contemporáneos, que no ven más que el fin sensual de los poemas sin detenerse en los cariñosos halagos con que los rodea Pondal. Así, Emilia Pardo Bazán, exclama rotundamente: Del mismo modo debían requebrar los bardos guerreros, o por mejor decir, así debían entender la unión sexual: la mujer maniatada, forzada, llevada a sus cónicas chozas como botín de guerra…. Y sin embargo, quizás nadie supo comprender que tras esos sentimientos viriles y enérgicos, un poco rudos, el bardo ocultaba en lo más hondo de su alma un impenetrable secreto.

Cuando falleció, entre los documentos cuidadosamente doblados dentro de una vieja cartera de cuero, apareció una carta de mujer, escrita en un papel orlado de luto, amarillento por el tiempo transcurrido, muy gastado, con profundas dobleces que evidenciaban las muchas veces que se había leído.

Pero aquella desconocida que firmaba con una cuidadosa rúbrica sin poner su nombre, rechazaba una amorosa proposición de matrimonio de Pondal, afirmando que quería seguir fiel al recuerdo del esposo muerto y dedicada al cuidado de sus niñas. Lo más probable es que aquella dama viuda negase a revivir un episodio de amor de muchos años atrás…

¿Quién era aquella mujer que llevaba nuevamente la desilusión y la amargura al alma del poeta que lindaba ya la madurez de su vida? Posiblemente…¡María!, la misma muchacha que hiciera despertar el amor en su corazón quinceañero en la isla de La Toja. Pero, así fue pasando el tiempo y llegó aquel 8 de marzo de 1917. Era mediodía y lucía el sol, del mar cercano llegaban misteriosos efluvios, pero el gran poeta, bardo de la Tierra Gallega, cerraba sus cansados ojos para siempre.

Nadie sabrá jamás cuales fueron sus pensamientos en aquellos supremos instantes. Pondal murió llevándose celosamente su secreto. Pero aquel día, en la Isla de La Toja, mientras la primavera pugnaba ya por brotar, los pinos se movían cadenciosos al son del viento con un susurro de rumores que semejaban una extraña y misteriosa oración.

Era algo inexplicable que emocionaba y sobrecogía, y que parecía llevar a todos los ámbitos de la Tierra Céltica, los tañidos tristes y dolorosos de «la campana de Anllóns».

 

Revista de La Toja, Diciembre de 1985

Josefina López de Serantes

 

 

 

VALLE INCLÁN, UN GRAN ESCRITOR QUE NO LOGRÓ ENTRAR EN LA ACADEMIA

02.Artº 13.Valle InclánDe hecho fue así, aunque parezca mentira: Don Ramón María del Valle Inclán no llegó a ocupar jamás ese sillón de la Real Academia que indudablemente le pertenecía. Puede ser que a él no le importase demasiado y que ni tan siquiera pensase en ello; aunque ahora, cuarenta y cinco años después de su muerte, nadie ponga en duda que Valle Inclán es una de las mayores figuras de la literatura española de los últimos tiempos, y es motivo de orgullo para nosotros que la tierra gallega sea no solamente aquella donde nació, sino también la inspiradora de la mayoría de sus obras.

Uno de los hermosos cuentos que integran su Jardín Novelesco, y que tituló «¡Malpocado¡», hirió vivamente mi sensibilidad cuando apenas tenía doce años. Mucho me impresionó la historia de la vieja lugareña que camina con el nieto de la mano.

Aquel niño de nueve años que ya va a ganarse el pan de cada día, mientras la abuela va desgranando una salmodia de consejos en un amanecer frío y triste. De esa fecha ya tan lejana data mi interés y admiración por ese gran escritor que murió en 1936, al mediodía de la víspera de los Reyes Magos, cuando los niños se preparaban para vivir la noche más hermosa, plena de quimeras e ilusión.

Parece ser que aquel día triste y brumoso no lució el sol en Santiago de Compostela. Y don Ramón se murió mientras en el horizonte de España gravitaba ya la más cruel guerra fratricida; aunque él, quizás afortunadamente, no llegó a verla. No le pasó como a don Miguel de Unamuno, a quien mató el dolor de la contienda el último día de aquel año siniestro que acababa de comenzar. Don Ramón no llegó a vivir la guerra, aunque quizás la sensibilidad de su alma la presentía.

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