LAS NUEVE CARTAS INÉDITAS QE CRISTÓBAL COLON A LOS REYES CATOLICOS
INÉDITAS hasta hoy, pues acaban de ser descubiertas y publicadas por primera vez, puntualmente anotadas y brillantemente comentadas por el profesor Rumeu de Armas, como anuncié hace unos días, bajo el título de «Manuscrito del Libro Copiador de Cristóbal Colón».
Todo cuanto conocíamos hasta ahora de la epopeya del Descubrimiento por otros textos del almirante está contenido en estas -cartas-relación» dirigidas a los Reyes, pero son muchas las cosas, en estos documentos inapreciables que acaban de ver la luz, que no están contenidas en aquéllos o que son contadas con una minuciosidad y detalles de que carecían los demás escritos de antaño conocidos.
Si hubiese que hacer una selección anto- lógica de estas cartas, dividiría el empeño en estos apartados: aciertos asombrosos del descubridor; pavorosos errores del almirante; páginas de inmarcesible belleza literaria y delirios teológico-místico-bíbllcos escritos en su ancianidad, gravemente achacoso ya de cuerpo y de mente, e imbuido de una suerte de trascendencia religiosa difícilmente aceptable por teólogos serios ni (lo que es más inquietante) por psiquiatras competentes.
Entre los aciertos o, por mejor decir, descubrimientos científicos radicalmente pasmosos están: la afirmación de que la Tierra no es exactamente esférica; la de que el mapa celeste es radicalmente distinto en el hemisferio Norte que al Sur de la línea ecuatorial; la de que unas olas inexplicables en alta mar, sin haber viento que las provocase, procedían de un rio de dimensiones infinitas (el Orinoco) y que el Polo Norte geográfico era distinto al Polo Norte magnético, observado por la inexplicable variación dé la aguja de la brújula al llegar a ciertos lugares nunca antes de ahora navegados.
Los errores proceden de una falsa interpretación de las verdades recién advertidas. Veamos algunos. Colón acierta al comprender que la Tierra no es exactamente esférica porque al acercarse a la línea ecuatorial ve la estrella Polar harto más cerca del horizonte de lo que estaría caso de ser nuestro planeta redondo como bola de billar. Deduce, y deduce bien, que en el lugar en que se halla, la Tierra es más ancha, mas no se atreve a conjeturar que lo es a todo lo largo de la línea del Ecuador, en tanto que en los Polos está algo achatada, como una mandarina, sino que decide que allí y sólo allí hay como un promontorio, como un tumor, en nuestro globo. Y lo explica con la más peregrina y desenfadada de las figuras que cabe imaginar. Dice que nuestro planeta tiene forma de pera «con el pezón alto o, como ya dixe, como una teta de mujer en una pelota redonda». Piénsese que toda su contumacia para viajar al Extremo Oriente, saliendo desde Occidente, se apoyaba en las teorias de Ptolomeo y Toscanelli. que afirmaban la perfecta esfericidad de nuestro planeta. Ellos no sólo eran sus maestros, sino que él, Colón, había demostrado en la práctica sus teorias, expuestas como argumentos, pero nunca probadas por nadie, sino por él. ¿Cómo atreverse a contradecirles? Mas como ha descubierto que no es asi, prefiere creer (y ello es licitamente explicable) que la rotura de la perfecta redondez planetaria sólo se da en el lugar donde él lo ha comprobado. De aquí la curiosísima metáfora empleada para explicar a la púdica y castísima Reina Isabel cómo imaginaba el perfil de la Tierra: cual una inmensa bola «con una teta de mujer» -adherida a la misma y con el pezón muy alto.
¡Y qué cosas se le ocurren, Dios, con motivo del tal pezón! El sensacional hallazgo de que nuestro planeta era más ancho a medida que se aproximaba al Ecuador coincidió con la comprobación de que el agua era dulce en alta mar y que formaba unas olas inexplicables donde no había viento. Y todo ello «con un tronido y rugir muy grande». Su primera deducción fue correcta: se encontraba frente a la desembocadura de un rio de dimensiones infinitas, lo cual era cierto, puesto que se trataba del Orinoco, el más caudaloso de los hasta entonces conocidos. Y como creía a pie juntillas hallarse en Asia, decidió que tal rio era el Ganges, que nacía -junto con el Nilo, el Tigris y el Éufrates- de una fuente que había al pie del árbol del Bien y del Mal, donde Eva dio de comer la fruta prohibida a su cándido compañero. «Tengo muy asentado en el alma -escribe- que allí, donde dije, está asentado el Paraíso Terrenal, y descanso (para emitir este juicio) sobre las razones y autoridades antedichas.»
Ya comentamos antes que al escribir este dislate Colón estaba muy viejo y achacoso y un tanto trastornado. Porque de estar en su sano juicio no hubiese ensartado tantos disparates «sobre las razones y autoridades antedichas» para justificar su «descubrimiento» del primer hábitat de Adán y Eva antes de ser expulsados, por desobedientes, del Terrenal Paraíso. Veamos algunos:
«San Isidoro y Beda y Damasceno y Estra- bón y el maestro de la Historia Escolástica y San Ambrosio y Escoto y todos los sacros teólogos se conciertan (para afirmar) que el Paraíso Terrenal está en el fin del Onente, en una montaña altísima que se sale fuera de este aire turbulento, adonde no llegaron las aguas del diluvio. Allí está Elias y Enoc y de allí sale una fuente»… «de la que nacen los cuatro ríos que dije»… «del Paraíso Terrenal»… «y traen un tronido y rugir muy grande, de manera que la gente que nace en aquella comarca son sordos.» (¡sic!).
Y como él, Colón, había escuchado aquel rugir del agua, y se creía en el extremo de Asia, y acertó al afirmar que se encontraba en la desembocadura de un rio «de dimensiones infinitas» decide: 1) Que el Orinoco es el Ganges; 2) Que el Ganges nace en el Paraíso, y 3) Que el Paraíso está encima del famoso y delirante pezón que surgió de su mente enfebrecida.
El error colombino de creerse en las Indias Orientales persistió hasta su muerte. Pero ¿cómo imaginar, en su tiempo, que iba a toparse en su camino con un continente nuevo, desconocido, del que nadie sospechó jamás su existencia y que cruza los mares de Polo a Polo? Esto era entonces inconcebible. Lo cual le hace incurrir, con contumacia sólo comparable a su tenacidad, en otros errores nuevos: como el de afirmar que la Tierra era más pequeña de lo que escribieron los antiguos y que la parte sólida de nuestro planeta era mucho más extensa que la liquida. Lo cual, todo hay que decirlo, era congruente con su falsa idea de encontrarse en el borde oriental de Asia. Porque ¿cómo imaginar que tras las costas que iba bojeando estaba un continente inmenso, del que en el resto del mundo no se tenía noticia, y que más allá se abría la inmensidad de otro mar, en cuya lejanísima orilla opuesta estaba el Asia verdadera?
El almirante murió ignorante de su propia gloria, porque mucho más trascendente que alcanzar la tierra en la que traficó Marco Polo fue sacar a la luz un mundo desconocido de proporciones ingentes, de riquezas sin cuento, que habría de revolucionar la geografía, ensanchar la cristiandad a límites insospechados y llamado a ser un día lejano árbitro del mundo.
La bellísima edición del Ministerio de Cultura español que tantos elogios ha merecido de mi pluma tiene por contraste la necesidad de una crítica harto dura: la edición de obra tan sensacional que merece el titulo de mi último artículo, «El mayor descubrimiento histórico de nuestro siglo», consta sólo de seiscientos miserables ejemplares y su costo es de 86.000 pesetas. Dicho sea para advertencia de que quienes deseen adquirirlo deben tantearse primero prudentemente los bolsillos.
Torcuato LUCA DE TENA